La Jornada Semanal, 23 de mayo de 1999



Juan Villoro

DOMINGO BREVE

``¡Protesto, su señoría!''

Es conocida la pasión de la cultura norteamericana por los juicios. El Court Channel de la televisión se dedica a transmitir procesos; ciertos penalistas tienen la misma fama que los astros del hockey, las obras completas de un asesino serial se publicitan tanto como el embarazo de Cindy Crawford y las librerías dedican estantes especiales a un subgénero literario: true crime, los testimonios donde las deducciones de los detectives y la atribulada mente de los asesinos importan menos que la escandalosa veracidad de los hechos.

En la era de Internet y CNN, tener instinto de conservación significa convertir el miedo en espectáculo. Estar informado hasta la autopsia es una extraña y eficaz terapia; los abusos no desaparecen al conocerlos, pero se normalizan por vía de la popularidad; adquieren la serena lejanía de lo que sucede en las pantallas. A juzgar por las estadísticas, las balas respetan razas y jerarquías, pero están muy repartidas; a juzgar por su rating en los medios, dominan la mente de las mayorías.

El juicio de O. J. Simpson fue el mejor ejemplo de este fenómeno. Ni en sus años de plusmarquista, el ex corredor de los Bills conquistó la atención que tuvo como sospechoso del asesinato de su mujer. El caso fue más largo que una temporada de futbol americano y el veredicto, un canje de protección a cambio del carisma: la cultura de masas no podía ultrajar a uno de sus héroes. Millones de curiosos vieron a Simpson continuar ante la fiscalía el escape que inició muchos años atrás, en las calles de un barrio salvaje.

Los crímenes auténticos provocan que el interés se concentre en los detalles. Esta es la premisa que gobierna A sangre fría. Truman Capote construye una novela en la que se conoce a los asesinos y a las víctimas y el desenlace es un asunto del dominio público (la muerte en la horca de los criminales). La irresistible tensión del libro depende de reconstruir lo real en toda su horrenda y entrañable minucia.

Hay sibaritas del mal que olfatean historias en los hechos de sangre. Son seres bastante inofensivos, sobre todo si se comparan con los que invitan a cortar cartucho. Hace apenas unas semanas, el asesinato de varios niños en una escuela de Denver dio lugar a una de las iniciativas más abyectas desde la solución final de Adolf Hitler. Charlton Heston, actor de desmesuras y líder de la Asociación Nacional del Rifle, propuso armar a los maestros para defenderse de sus alumnos. Alguien que ha sido contratado para abrir el Mar Rojo, pintar la Capilla Sixtina y expulsar a los moros de España debe estar bastante mareado. Sin embargo, su opinión no es la del mohicano solitario que aún no se entera de que vive en un país con leyes, es decir, que tiene derecho a guardar silencio después de descalabrar a alguien con su tomahawk. Por el contrario, su propuesta se ampara en la primera enmienda de la Constitución, que protege las garantías individuales.

Estados Unidos ha vivido para comprender, practicar y repudiar el arte de matar vecinos. La autodefensa, el crimen pasional, el magnicidio y la sociopatía de fin de semana son algunas de las muchas posibilidades que un ciudadano modelo tiene de cruzar la delgada línea que lo separa de liquidar al prójimo.

La omnipresencia del discurso criminal es compensada por formas igualmente publicitadas de impartir justicia. En ningún sitio se procesa a tanta gente como en Hollywood. Conocemos de sobra el estrado de caoba donde un juez de quijada recia blande un martillo, donde los testigos juran sobre la Biblia y doce honestos hombres del jurado sufren con sus testimonios, donde a cada rato la defensa grita ``¡protesto, su señoría!'' y el público murmura con asombrado regocijo hasta que el juez amenaza con desalojar la sala.

El cine nos ha acostumbrado a una justicia en la que el héroe injustamente esposado grita con histérica honestidad las verdades que habrán de liberarlo. Estamos ante la única convención teatral de una industria que desconfía de los largos parlamentos y prefiere a los hiperactivos que dejan un alegre saldo de coches rivales en llamas, bombas de agua reventadas, miles de naranjas en el asfalto y motociclistas como insectos panza arriba.

Gracias a una cuidada trama -de las calles malolientes a su representación de alto presupuesto-, el crimen real alcanza el prestigio del castigo cinematográfico. Matar o ser herido no es el último episodio de la historia: lo fundamental es cómo se venden los derechos de adaptación a la pantalla.

Pero lo más raro no pasa en Estados Unidos sino en los países sin ley donde se estrenan sus películas. Durante años, los mexicanos hemos visto jueces de toga que jamás conoceremos en persona. Esta justicia mítica nos resulta mucho más próxima que las barandillas de tlapalería donde nuestros sospechosos rinden su declaración preparatoria. En México no sabemos de informe más transparente que la conspiración ni medida judicial más decisiva que la impunidad.

Una pariente que se dedica a la psicología me explicó que en un test diseñado en Estados Unidos tres barajas ilustradas sirven para armar una secuencia lógica: un hombre comete un crimen, se le dicta sentencia y es encarcelado. ``Cada vez que le he hecho la prueba a un abogado, pone la carta de la cárcel antes que la del juicio. Tengo que tomársela por buena porque estamos en México.'' Así están las cosas en la república donde la justicia es algo que se ve mientras se comen palomitas.