Si algo no esperaba Során es que su padre lo viniera a buscar. Los hombres de mar, aunque sean de marisma y tan de orilla como don Ramal, viven perfectamente sin viajar a las ciudades. El hombre no tenía la dirección de su hijo, y de tenerla no hubiera sabido llegar.
Desembarcó del autobús temprano en la terminal, más o menos a la hora en que sale a navegar o a la recolección en la marisma. Un amanecer de otro rojo, más duro y abrupto, lo recibió cuando echó a caminar. Con su sombra al frente, descalzo, correoso, limpio y muy moreno, no puede decirse que fuera viejo, cargaba a cuestas un tambo rojo, bien sellado con cera de Campeche, que lo suyo debía pesar y al hombro, un morral.
Pisar calles y aceras es justo lo contrario de hacerlo en la arena húmeda y seca del litoral. Los pies le empezaron a sangrar sin que él se diera cuenta. Como no le dolían.
De su hijo el único dato cierto era que estudiaba ``en la escuela de jurisprudencia de la universidad''. Estas palabras no las entendía bien, pero le imponían un respeto frío, como de estatua. A fin de cuentas él fue el primero en convencer a Során de que estudiara.
Andando y preguntando, acabó por treparse a un camión de pasajeros que iba para allá, según le indicó una señora un tanto conmovida de verle sangrar los pies a un hombre tan peculiar.
Todavía era de mañana cuando llegó a su destino. Todo era grande y numeroso para él. Averiguó cual era la fachada de la escuela que buscaba y allí se dirigió con su tambo rojo, lo colocó junto a una columna en la entrada y se sentó sobre él. Los estudiantes entraban y salían por docenas, de traje y corbata, y cierta prisa. Entonces se percató de que sus pies sangraban, y se sorprendió.
Alzando la vista, del piso al frente, divisó una especie de fuente, y hacia ella anduvo. Qué diferencia de agua de la que él hubiera esperado, pero agua al fin, le limpió las costras y le calmó los vasos reventados. Del morral extrajo un lienzo blanco, lo rasgó por la mitad y se practicó un vendaje en forma de alpargata.
Satisfecho de su curación, se instaló en el brocal de la fuente a contemplar el panorama. Alguno de esos sería su hijo. El único inconfundible para él.
Pasado un rato, un grupo de jóvenes se detuvo frente a su tambo, como a cien metros. Ante la indignada sorpresa de Ramal, cargaron con él entre tres. Ramal gritó y echó a correr hacia los ladrones, abriéndose paso entre la población estudiantil que pululaba indiferente. Algunos alcanzaron a reír y señalar con el dedo a ese hombre tan chistoso.
Quiso la suerte (con la suerte, es cosa de que ella quiera) que en ese momento saliera Során de la biblioteca para variar. Desde lejos reconoció a su papá, quien corría hacia el estacionamiento de profesores a una velocidad infernal, así que también él se puso a correr. Pronto se perdió Ramal en las escalinatas hacia la parte posterior del edificio. ¿Qué hacía su papá aquí? ¿Por qué corría?
Brenda chachareaba en la jardinera con un grupo de amigas y vio a Során corriendo, tuvo un presentimiento y también ella, aunque iba de falda, emprendió la carrera. Sus amigas, atónitas, claro.
El grupo de ladrones se detuvo, pues el tambo pesaba demasiado. Y vieron bajar por la escalera a Ramal, vociferando hacia ellos.
-Ese negro nos viene siguiendo. ¿Se la partimos? -dijo Bronco.
-No, vámonos. Ya estamos llegando a la camioneta -dijo Paco, el único que no cargaba. Lo suyo, como siempre, era ir al mando.
Es hora de preguntarse lo mismo que Ramal, y en breves instantes, Során y Brenda: ¿Qué hacían los Carlitos robándose el tambo rojo venido del mar? Ah la suerte, la canija suerte, pensaría después Során.
En el momento que sintieron miedo los Carlitos, Olegario tropezó con un tope del estacionamiento, y cayendo él cayó por la tapa el tambo, chocó de canto contra el pavimento y se abrió torrencialmente. Eso es: torrencial. Lo que menos esperaba Paco, quien cuando exclamó: ``Mierda, Olegario'', esperaba ver bolsas de polvo blanco y no aquella cosa húmeda que rápidamente cubrió el cuerpo caído de Olegario, quien no dejaba de gritar monosílabos de terror.
Során, llegando a la escalinata y a la vista de la escena allá abajo, comprendió un poco lo que sucedía y le ganó la risa. Hasta se tuvo que parar para agarrarse la barriga. Entonces lo alcanzó Brenda con su qué pasa, por qué corren todos.
En ese momento, el único que seguía corriendo era Ramal:
-Mis larvas, mis larvas -gritaba a los ladrones, quienes, a excepción de Olegario, huyeron del lugar.
Para colmo, el paquete que esperaban los Carlitos habrían de encontrarlo otros más, sin nada que ver con esta historia, y por supuesto se lo quedaron. ¿De dónde habrían sacado los Carlitos que ese tambo rojo era su ``mercancía''? Novatos de plano, ¿cómo iba a ser tan grande el paquete?
De último momento, al arrancar la camioneta, los frustrados conectes se iban preguntando ¿qué hicimos mal? y Paco volteó hacia arriba y vio a Során y lo reconoció de pronto, y se pudo todavía más pálido, pero de coraje.
-El larverito -masculló, humillado; giró el volante, y aceleró, dejando a Olegario en la estacada.