Las reglas aprobadas por el Consejo Político del PRI para elegir candidato a la Presidencia representan un paso enorme en la consolidación del cambio democrático. No sólo modifican las condiciones del juego interno --de suyo importante, dado el peso específico del partido gobernante-- sino que marcan nuevos derroteros para la actividad política nacional.
No es exagerado decir que el PRI ha dado un salto de profundas consecuencias en la perspectiva de la transición democrática. El partido que parecía incapaz de responder con inteligencia e imaginación al cúmulo de novedades que trajeron consigo la pluralidad y la competencia en condiciones de equidad, sorprende a propios y extraños con un procedimiento audaz; equidistante del mecanismo cupular (de ``notables'') y de la demagogia seudodemocrática que termina en desilusión.
Ni siquiera los más duros críticos del PRI han podido negar, con argumentos serios, que las nuevas reglas implican un cambio de raíz en la lógica de la sucesión presidencial. Aun quienes dudan de la vocación democrática de los priístas, de nuestra decisión de renovar los viejos usos del poder y desplazar las antiguas inercias, han tenido que reconocer la novedad estrictamente democrática de la iniciativa: trasladar a la plaza pública, a la intemperie de la contienda civilizada y plural, lo que por décadas constituyó prerrogativa de un solo hombre o de una elite.
Una propuesta inteligente, bien regulada, sustentada en la autocrítica histórica y sensible al reclamo transformador de la sociedad mexicana, se convierte en el mejor argumento para desarmar el discurso reactivo de las oposiciones y plantear un serio desafío al desarticulado compromiso democrático de partidos, organizaciones, caudillos y aspirantes a otras candidaturas.
Con hechos que desbordan promesas y responden cabalmente a las expectativas de la militancia y la ciudadanía, el PRI vuelve a colocarse a la vanguardia del cambio político.
Pero se trata de un primer paso. Lo que viene es la aplicación del procedimiento. La puesta en marcha de un mecanismo inusitado, no exento de riesgos e imponderables, que pondrá a prueba la consistencia y reciedumbre de un instituto político que debe encontrar en la pluralidad, la diferencia y el debate sin cortapisas, nuevas razones para la unidad. Hoy, como nunca, debemos ser capaces de materializar el espíritu que define a un verdadero partido moderno: la unidad en la diversidad.
Transformado el escenario y con nuevas reglas del juego, los priístas estamos obligados a forjar en la práctica otros vínculos, otra cultura, otras concepciones de unidad. La competencia interna, respetuosa pero firme, responsable pero no complaciente, desplaza a la disciplina como el valor supremo de la convivencia partidista.
La confrontación de voces, estilos, trayectorias, proyectos estratégicos y ofertas coyunturales, exige un nuevo marco institucional y un ambiente político-cultural distinto.
Desde mi punto de vista, se trata de impulsar una ética política que circule por todos los niveles de la estructura del partido, vertical y horizontalmente. Conceptos, principios y prácticas que pongan el acento en valores como el diálogo, el estricto apego a la legalidad interna, la honestidad como piedra de toque de la confianza entre compañeros de partido y la integridad como el compromiso esencial de los priístas con la ciudadanía.
Sólo a partir de estos parámetros la confrontación de diferencias se convierte en disputa democrática, no en lucha fratricida o batalla sin cuartel entre enemigos. Sólo en estas coordena- das la ``victoria'' o la ``derrota'' pueden desbordar los destinos personales para convertirse en ejercicio civil que enriquece al partido, dota de legitimidad al triunfador y reconoce el mérito de los otros aspirantes, fortalece el proyecto democrático nacional.
Ya están las reglas. Claras, democráticas, aceptadas por todos. El siguiente paso, fundamental, está en cumplir con vigor y nobleza a la esperanza que millones de mexicanos han depositado en nosotros.