La autoridad y los paristas de la UNAM han dicho que están preparados para una huelga larga. Se prepararon a conciencia. Durante semanas han esgrimido argumentos que cancelan la discusión racional y el acuerdo compartido sobre aquello que es justo y legal. Como espejo de la nación, han mostrado algo de lo que puede alcanzarse en atmósferas antidemocráticas: el rechazo a deliberar con otros, el desconocimiento de interlocutores, la autorreferencia como signo de identidad y fortaleza. Su acuerdo tácito, su empeño común ha sido nulificar cualquier intento que apunte a generar normas y argumentos genuinamente compartidos. La crisis persistirá mientras puedan vanagloriarse de encarnar el espíritu de la Universidad.
Mientras hablen para sí mismos y contra los demás, apenas y harán algo más que reiterar la vieja e irresuelta disputa entre platónicos y sofistas. Narro enseguida parte de esa historia, para solaz de los espíritus metafóricos.
En el siglo IV antes de Cristo, Protágoras intuyó que la virtud podía enseñarse, decidió formar ciudadanos y discurrió cobrar por ello. El sostenía que "el hombre es la medida de todas las cosas", pero su regla para establecer las cuotas era distinta: "...una vez que alguien ha aprendido conmigo, me da --si así lo quiere-- el dinero que yo pido; pero si no quiere, va al templo, jura en cuánto estima el valor de las enseñanzas y deposita la cantidad correspondiente." Tuvo tanto éxito que su fortuna llegó a rivalizar con la de Fidias.
Protágoras sostenía también que "sobre cualquier cosa hay dos proposiciones contrarias entre sí." Tenía razón, a juzgar por lo que le ocurrió con cierto pago: "Se dice que Evatlo solicitó de Protágoras recibir sus lecciones con objeto de adquirir la habilidad en el lenguaje, necesaria para la práctica forense, a la que quería dedicarse. Ante lo elevado de los honorarios, Evatlo manifestó carecer de medios para abonarlos. Protágoras le dijo que no había inconveniente, que le daría las lecciones solicitadas y que le pagase una vez que hubiese ganado su primer pleito. Terminada la enseñanza, Evatlo rechazó todos los pleitos que le ofrecieron, para no verse obligado a satisfacer la considerable suma que debía al sofista. Este, deseoso de recibir el débito, fue ante Evatlo y le dijo: 'Evatlo, te voy a demandar ante los jueces por lo que me adeudas. Si pierdes el pleito, tendrás que pagarme, ya que todo ciudadano tiene el deber de cumplir la sentencia dictada por los tribunales competentes. Si lo ganas, también tendrás que pagarme, porque así lo acordamos'. Evatlo, que al parecer había aprendido bien de su maestro, le retorció el dilema: 'Es inútil, Protágoras, que me demandes, ya que en ningún caso te pagaré. Si gano el pleito, porque como tú bien dices, es obligación de todo ciudadano acatar la sentencia del tribunal competente; si lo pierdo, tampoco te pagaré, porque no habré cumplido la condición que acordamos para el abono de la deuda' ". Es de suponer que Protágoras no quedó conforme; sabemos que escribió una obra --hoy perdida-- con el sugerente título de "la disputa sobre los honorarios".
De cualquier forma, el ejemplo de Protágoras cundió como chispa en pradera seca. Gorgias llegó a ser tan rico que mandó erigirse una estatua de oro en el templo de Delfos y Pródico de Ceos "solía seguir el rastro de los jóvenes de familias distinguidas y de casas ricas, hasta el punto de tener gente encargada de este acoso." En cambio, Damiano de Efeso, "a los que sabía en situación apurada les ofrecía gratis la ayuda de su elocuencia (y) a los que veía llegados de tierras lejanas, escasos de recursos, les perdonaba la remuneración." Escopeliano daba clases "a cambio de emolumentos que eran diferentes de uno a otro, según los bienes de cada cual."
De acuerdo con un antiguo argumento sofista, cobrar por la educación no tiene nada de censurable, "pues apreciamos más lo que pretendemos con gasto que lo gratuito". Pero tal argumento no contuvo la crítica de Platón, quien además de poner en duda su capacidad para enseñar la virtud, los acusó de comerciar con la educación y corromper a los jóvenes. Hombre de ideas, Platón sostenía que la educación, toda ella, era la principal función del Estado, y creó la Academia. El proyecto era de una insensata generosidad, pues además de estar constituida por hombres libres e iguales, de impulsar el conocimiento, de enseñar a vivir el Bien, era gratuita. Pero muerto Platón, su sobrino Espeusipo discurrió cobrar cuotas. No todos estuvieron de acuerdo y fue duramente recriminado por recoger "tributo y paga de grado y por fuerza." El siguiente director, Xenócrates, era particularmente exigente con los requisitos "académicos" de ingreso, pero tan indiferente a los problemas de financiamiento que rechazó una rica donación de Alejandro y otra de Antípatro; sus hábitos eran tan frugales que "habiendo sido condecorado con una corona de oro en un convite (...) al salir la puso en la estatua de Mercurio". Dados esos hábitos llegó a ser tan pobre que "lo vendieron una vez los atenienses por no haber podido pagar el impuesto del vecindario." Dícese que Demetrio Falerio lo compró y le restituyó enseguida la libertad.