La política, que en estos días parece haberlo permeado todo, ha oscurecido lo demás. Estamos tan entusiasmados con nuestra primera gran fiesta democrática (nombres, escenarios, candidatos, partidos, alianzas y combinaciones de poder) que hemos olvidado el objetivo final: el bien común. Se revelaron las esperadas reglas del PRI, se destapó Francisco Labastida, declinaron Miguel Alemán y Esteban Moctezuma, perseveran Manuel Bartlett y Roberto Madrazo, continúan las ``jaladas'' del cocacolo chocarrero, y Cuauhtémoc Cárdenas, firme y adusto como el peñón de Gibraltar, navega inexorablemente, como la balsa de piedra de José Saramago, hacia la candidatura del PRD. Mientras tanto, volviendo al ineludible asunto del bien común, nos quedamos sin agua.
Según La Jornada (23/05/99), las 137 principales presas del país se encuentran a 18 por ciento de su capacidad y 12 entidades federativas pudiesen ser declaradas próximamente zonas de desastre. Ante la aparente falta de interés de los encargados del reino de este mundo toman la palestra los representantes del reino espiritual. En Zacatecas, Durango y la región Lagunera los obispos encabezan oraciones comunitarias y misas multitudinarias para solicitar el auxilio divino. Y nada: ¡ni Tlaloc!
Por la noche, en intersticios televisivos, entre un Porfirio despotricando en mangas de camisa y un Labastida de voz modulada y convincente, inmaculadamente vestido, presenciamos con renuencia las escenas dantescas del ganado muerto a la orilla del camino y el espectáculo desolador de la tierra calcinada por los rayos del Sol. La sequía está matando al ganado y ahuyentando a los hombres; es una mano descarnada que saca más pobreza rascando el fondo del barril al mismo tiempo que destruye la cohesión familiar. De la mano de la miseria se multiplican los hacinamientos urbanos y los ejércitos de desempleados: más tragafuegos, nuevos limpiadores de parabrisas, un enjambre de vendedores de chicles y legiones de limosneros. El noble campo mexicano es nuevamente abandonado a su suerte: un destino que no se merece un país con la fértil extensión territorial y las riquezas naturales de México.
Está en juego el equilibrio ecológico: nuestros bosques, el hato ganadero, la provisión de granos y las fuentes de agua potable. Mientras tanto, nos entregamos en cuerpo y alma a la aventura del 2000. Somos, al fin de cuentas, un pueblo de pasiones: una pasión de ``aquí y ahora''. Este es uno de los principales defectos de nuestra incipiente democracia: la ausencia de instituciones que nos permitan, a un tiempo, vivir con disciplina y flexibilidad y reaccionar con frialdad y sensatez ante cualquier peligro. Somos todo corazón o todo desinterés, cuando pudiésemos ser, además, un poco de razón. (En las palabras certeras del poeta: jugamos volados con la vida, y a veces con la muerte.)
El problema es que han comenzado a chocar las víctimas de la sequía con los paladines de la democracia. ``Se está canalizando la ayuda federal con criterio partidista'', acusan algunos gobernadores de la oposición. Otros, como Fernando Canales Clariond (regiomontano orgulloso, al fin), opinan que la solución no es la limosna disfrazada de subsidio federal sino el trabajo fecundo y creador. ¿La sequía?, dice extrañado, echándonos en cara la poderosa industria neolonesa, ``no es ninguna novedad. El estado tiene 186 años de vida independiente, (y) 186 años de sequía''. Pero, ¿cuál es la solución de la Sierra Tarahumara, donde la única realidad es la sequía y una terca miseria que aturde los sentidos? La opción ha sido emigrar a los centros urbanos, aumentando a la interminable lista de tribulaciones el desarraigo de las comunidades.
Y, por si fuese poco, ahora el juego de ``tírele al culpable'', que para eso tenemos la bendición de contar con la ayuda de innumerables comisiones, fondos, fideicomisos y organismos; todos ellos repetidos, como estampitas del mundial, en los niveles federal, estatal y municipal. ¡Viva la democracia! Aunque el próximo presidente corra el riesgo de gobernar un país lleno de ``adioses'', como el Comala de Pedro Páramo.