n El segundo sexo y Simone de Beauvoir n
n Elena Poniatowska n
En un acto de obediencia a la petición de Marta Lamas ųquien me dijo: "es muy fácil, sólo se trata de que cuentes lo que sentiste y lo que pensaste cuando leíste El segundo sexo, de Simone de Beauvoir"ų, regresé en el espacio-tiempo 44 años atrás y consulté los dos tomos encuadernados en piel roja (color que le sienta tanto al texto como a la ideología de la autora) para recordar una experiencia singular: la lectura de la biblia del feminismo...
El segundo sexo apareció cuando ninguno de ustedes había nacido, en 1949, en dos tomos publicados por Gallimard: el primero, Los hechos y los mitos; el segundo, más grueso aún (577 páginas de apretada escritura): La experiencia vivida.
Esta obra habría de marcar no sólo a Simone de Beauvoir, sino al feminismo contemporáneo, y sería el punto de arranque de cualquier estudio sobre la mujer. Fue una revelación. Una filósofa consumada de 38 años, Ƒcuándo se había visto? De la primera edición se vendieron 22 mil ejemplares en una semana. Miles de lectoras querían conocerse mejor y entender su situación histórica. A la autora la rodeaba un halo de escándalo por su relación con Sartre y por sus novelas que ahora palidecían junto a esta obra cumbre. Hoy, a cincuenta años de distancia, habría que decir que Simone de Beauvoir fue menos reconocida en su época que Sartre; sin embargo, es muy probable que El segundo sexo tenga mayor validez que L'etre et le néant.
Cuando el libro ya hacía explotar todos los esquemas en Estados Unidos, en 1953, lo leí con la égida de la tía Bichette, el miembro más destacado de la familia. Categórica en sus juicios e impositiva en su modo de vida, el libro le pareció destinado a las midinettes, pequeñas costurerillas tras bastidores, que Dior, Lanvin y Chanel empleaban en sus casas de alta costura en París. Seguramente ųlas pobrecitasų calentaban su cena sobre una estufa de gas al regresar del trabajo para luego acostarse en su cama de sábanas grises en espera del comunismo. A ellas, a las empleadas del correo postal y a las secretarias, El segundo sexo las colmaría, pero no podía significar nada para las mujeres bien nacidas, incapaces de ocuparse de tales menesteres, como los órganos internos femeninos.
En mi casa jamás oí pronunciar la palabra matriz. Utero sí, pero yo creía que era un ruso "russe", porque en francés útero es uterus.
Sólo recuerdo que secundé en sus juicios a mi tía Bichette, como antes lo hizo mi madre. Católicas, leían a Mauriac y su filósofo era Bergson. Admiraban La pesanteur et la grace, de Simone Weil. De Jean Paul Sartre lo único que les gustó fue su pequeña novela autobiográfica Les mots.
Sí, mis progenitoras tenían razón. Simone de Beauvoir era, ante todo, una burguesa (šni un miligramo de poesía en su escritura!), una francesa que comía camemberts a punto de la descomposición, que nunca se lavaba el pelo ųde ahí tantos turbantesų, que tenía relaciones con un hombre feo y desaliñado ųJean Paul Sartre, el del existencialismoų, y estaba a mil años luz de otra escritora que jamás habría tenido el mal gusto de preocuparse por los temas de la mujer, la autora de Las memorias de Adriano, la belga Marguerite Yourcenar.
"Lo que escribe la Beauvoir huele a restos de cocina", decía la tía Bichette arrugando su aristocrática nariz (como la arrugaron todos los que leían Le Figaro), comentario que logró que asociara a Simone de Beauvoir con una cañería descompuesta. Hacerse visible, reclamar, indignarse sobre todo a partir de la menstruación, šqué horror y qué desatino! Pobre mujer, había convertido lo privado en político, la intimidad en patetismo.
Exhibirse le quitaba a la mujer su aura de poesía y de misterio. La mujer tenía que ser etérea, inalcanzable. Deslizarse delgada hasta los huesos envuelta en suaves chalinas, esconder su rostro y sus penas con un ancho sombrero de paja de Italia, no darse nunca por aludida, pasar por encima de las ordinarieces de la vida ųsobre todo las infidelidades del maridoų, vivir a la manera de Katheryn Mansfield en The Garden Party.
Ese pedazo de carne en busca de orgasmos, esa apestosa criatura que nos presentaba Simone de Beauvoir era la antítesis de todo aquello que la clase social de la tía Bichette representaba. Sentada sobre un bidet, después del acto de amor para lavar fuera, a media noche, a los posibles hijos, convertía a la mujer en un ser nauseabundo en cuyo cuerpo se cumplían procesos ajenos a su voluntad. No había nada más fuera de sitio y más detestable que una mujer enojada, y Simone de Beauvoir era eso: una señora muy enojada que hablaba a puñetazos, asestaba sus juicios a martillazos, a ojos vistas, olía mal y ofendía con su mal aliento, como ofendía también el mal olor de su ensayo.
Bichette no era la única en anatemizar El segundo sexo. Francois Mauriac, el de la Nouvelle revue francaise, escribió algo parecido a los miembros de la redacción de Les Temps Modernes, que dirigía Jean Paul Sartre: "Ahora lo sé todo acerca de la vagina de su patrona".
El libro fue calificado de obsceno. El Vaticano lo prohibió. Su autora fue llamada pornógrafa, engendro satánico, lesbiana, comunista (cuando ya De Beauvoir se había desencantado del socialismo).
El segundo sexo hizo su camino. Los órganos femeninos empezaron a caminar por la calle. Los transeúntes veían vaginas y úteros donde antes sólo había apetitosas redondeces. Simone de Beauvoir nos había dibujado órganos encima de la piel. Ya no éramos bellas, sino genitales. El capítulo dedicado a la madre, que le da prioridad al aborto, fue condenado a muerte. El hecho de que De Beauvoir escogiera no tener un hijo y por lo tanto rechazara el papel de madre y de sirvienta relegada a la familia resultó insultante a las buenas costumbres. Simone de Beauvoir destruía a la familia. La perpetuación de la especie humana no le preocupaba: para ella el ''hogar, dulce hogar'' no tenía el menor sentido. También fue categórica en su rechazo al voto.
Escuché a la tía Bichette, la secundé en todo, pero leí El segundo sexo, como lo leería una joven mujer. No me sentí ofendida, al contrario, descubrí con agradecimiento que no todo era tabú y me uní a las miles de lectoras que agradecieron su admirable estudio, fundamento del feminismo que hoy practicamos las mujeres del mundo. ƑQué sería del feminismo sin el libro de Simone de Beauvoir? Nos hizo avanzar 50 años y otros 50 cuando firmó ųal lado de Catherine de Neuve, Gisele Halimi y otras mujeres célebresų un desplegado a plana entera con el escandaloso encabezado: "Yo aborté".
De El segundo sexo recuerdo que lo primero que me golpeó fue darme cuenta que las mujeres viven dispersas entre los hombres, sometidas al padre y al marido, atadas al habitar, el trabajo, los intereses económicos, la condición social que las une más estrechamente a los hombres que a las otras mujeres. Sin más espacio que el que los hombres han querido concederles, las mujeres desconocen la solidaridad. El lazo que las une a sus opresores no es comparable a ningún otro. La necesidad biológica ųel deseo sexual y el deseo de posteridadų que pone al macho bajo la dependencia de la hembra jamás ha liberado socialmente a la mujer. Es cierto, a nosotras nos preñan. Somos casa tomada.
Otro de los pensamientos que me llamó la atención es la falta de carácter femenino. Al lado de la pretensión de todo individuo de auto-afirmarse ųpretensión éticaų, sobreviene la tentación de huir de esa libertad y constituirse en casa. La huida es nefasta, porque la mujer cae presa entonces de voluntades que la enajenan y la separan de su trascendencia, frustrándola de todo su valor. Pero es un camino fácil: uno evita así la angustia y la tensión de la existencia auténticamente asumida.
Simone de Beauvoir llegó a la aterradora conclusión de que un individuo o un grupo de individuos mantenido en situación de inferioridad se vuelve inferior, y el hecho es que es inferior, pero lo es porque sus circunstancias lo han vuelto inferior. Las mujeres, en conjunto, son hoy inferiores a los hombres, es decir, tienen muchas menos posibilidades. Por lo pronto, uno de los beneficios que la opresión le da a los opresores es que hasta el más humilde de ellos se siente superior. Así, el más mediocre de los machos se cree un semi-dios frente a la mujer. La extrema importancia de las discriminaciones sociales ųque desde fuera parecen insignificantesų tienen repercusiones morales, intelectuales tan profundas en la mujer que la paralizan a veces de por vida.
Se cuenta que Platón agradecía a los dioses dos grandes beneficios: el primero, haberlo hecho libre y no esclavo; el segundo, hombre y no mujer.
Se me quedaron grabadas algunas frases. Desde luego la más común y corriente, repetida hasta la saciedad: "No se nace mujer, llega uno a serlo, ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana".
Por inclinación natural siempre he sentido una gran atracción por las mujeres, una inmensa simpatía. Recuerdo que me llamó la atención María Luisa Mendoza, La China, al hablar de las "mujeradas", las malas acciones que cometen algunas mujeres en contra de otras y su poca fe en la amistad femenina. No ha sido mi caso: las abrazo sin ninguna desconfianza. Y ellas a mí. Nuestra alianza nos ha fortalecido.
A veces me pregunto qué habría sucedido si no fuera mujer. Seguramente no habría esperado tanto. La esperanza es un estorbo. Desde luego no me habría embarazado. El espermatozoide es todo vida, con su pequeña cabeza y su cola movediza corre y se encuentra con la inmanencia del óvulo que lo espera sentado como un flan de sémola. Sin embargo, no creo haber sido tan pasiva. Confusa y destanteada, al acecho de algún milagro, sí. Fueron muchos los obstáculos, pero no mayores que la piedra que traigo adentro y que pesa tanto: la de las tradiciones, la religión, las fallas de carácter. Abdiqué en varias ocasiones porque la sociedad reclamaba esta abdicación y por el temor de herir a terceros. Sé que el ser mujer afectó mi vida, perdí oportunidades, pero recibí otras dádivas: los hijos, el amor a la tierra y a sus frutos, la ternura, la conciencia del otro. También un hombre puede recibirlas, claro está, pero en general sus intereses se fincan en objetivos más definidos: buscan el reconocimiento de sus congéneres. A nosotras nos envuelve una realidad menos competitiva y más afín a la leche, el pan y la sal. Más que los hombres, en nosotras rige el ciclo biológico, tenemos la edad de nuestras glándulas. Charles Chaplin tuvo su último hijo, creo, a los 82 años. Muchas consideramos una injusticia dejar de procrear a los cincuenta, pero por otro lado, Ƒqué haría un niño con una anciana como madre? Lo mismo puede decirse del padre demasiado viejo. Sin embargo, un padre viejo es tolerable. Una madre vieja es una insensata y la sociedad todavía nos confina a estos únicos papeles: el de madre y el de loca.
Las mujeres no sólo queremos sublimar nuestra condición femenina, hacernos a la idea de que ese es nuestro destino. Queremos trascender como los hombres, sentimos la misma urgencia de justificar nuestra existencia, pero como nos perpetua- mos en nuestros hijos eso nos basta o confundimos el camino, y en algún momento nos estancamos. Es a esta parálisis a la que le tengo miedo. Y es Simone de Beauvoir, entre otros grandes pensadores, la que me ayuda a luchar contra la derrota al explicarnos el funcionamiento de las células, base de toda vida, y al confirmar que es la actividad de ambos sexos la que continúa la especie.