La Jornada domingo 30 de mayo de 1999

ENTRE LA PAZ Y LA GUERRA

SOL A casi 70 días de la guerra de la OTAN contra Serbia, uno y otro bando han sufrido daños severos. Si al principio de los bombardeos el gobierno de Milosevic pudo utilizarlos como pretexto para fortalecer su liderazgo, dejar sin margen de acción a los opositores democráticos y, sobre todo, acelerar e intensificar su operación de limpieza étnica contra los habitantes albaneses de Kosovo, ahora la infraestructura civil y militar, la planta industrial y buena parte de las ciudades de la ex Yugoslavia están destruidas; los servicios básicos han dejado de funcionar; más de medio millón de personas han perdido el empleo -toda vez que sus lugares de trabajo han sido demolidos por las bombas-; se problematizan los vínculos entre Serbia y Montenegro -el único ex componente yugoslavo, aparte de la propia Serbia, que ha permanecido unido a Belgrado-, y el control sobre Kosovo parece, más que nunca, irrecuperable.

Por su parte, la OTAN ostenta ante el mundo la imagen de una organización vandálica, irresponsable, irrespetuosa de la legalidad internacional, con un aparato militar demasiado propenso a los errores trágicos, si no es que criminales y, para colmo, ineficiente, dado que su operación ha precipitado la expulsión masiva de albanokosovares, que era justamente lo que pretendía evitar.

Con todo su poderío bélico devastador, el mayor del mundo, empleado a fondo contra un pequeño país en vías de desintegración, la alianza occidental se exhibe, paradójicamente, como una entidad reducida a la impotencia política y propensa a empantanarse, por tiempo indefinido, en un conflicto sin salida. Mientras mayor y más intenso se hace el acoso contra Milosevic -ahora declarado criminal de guerra, junto con su camarilla, por la Corte Internacional de La Haya-, más se estrechan las perspectivas de una solución pacífica.

Militarmente, los bombardeos de la OTAN no bastan para doblegar a Belgrado, y en esa lógica de exterminio se va perfilando, como única continuación posible de la estrategia guerrera, una invasión terrestre que resultaría costosísima en número de bajas para los aliados y, en consecuencias, políticamente inaceptable, para sus respectivas sociedades.

Para Occidente, un saldo negativo adicional -y especialmente peligroso- es el profundo deterioro que su intervención en la ex Yugoslavia ha generado en sus relaciones con Moscú y Pekín.

En tales circunstancias, ambas partes tendrían interés en una paz que, del lado de la OTAN, permitiese el retorno de los fugitivos de Kosovo (albanófonos y serbios), cerrase el camino a la limpieza étnica y le ofreciese una salida a esta vergonzosa aventura y, por el lado de Milosevic, que permitiese mantener la independencia y la integridad del territorio nacional. La misión mediadora del ex primer ministro ruso Viktor Chernomyrdin ha sentado ya las bases para negociar la paz, pues Belgrado ha aceptado las condiciones propuestas por el Grupo de los Ocho, que incluyen una amplia autonomía para Kosovo, la retirada de las fuerzas represivas serbias y una fuerza internacional de paz que garantice el retorno de todos los refugiados.

Cabe esperar que el camino así esbozado se imponga sobre los redoblados afanes belicistas de la Alianza Atlántica, particularmente los expresados en días recientes por los gobiernos de Washington y Londres.