Prendo el televisor en el cuarto del hotel Executive de la ciudad de Panamá que la Universidad Tecnológica me ha asignado por andar juzgando los poemarios enviados al Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán (el certamen lleva el nombre del notable humanista panameño que alguna vez fue agregado cultural de su Embajada en México). El cuarto desafía a los vientos en el décimo piso del hotel ubicado en el centro de esta ciudad que mezcla un skyline tipo Miami con un ``Sanmiguelito'' casi tijuanense o defeño. El televisor me asesta uno de sus horrores: una telenovela de Televisa, S.A. Me invade la pena ajena y no por razones elitistas o de elegante disgusto ante las apabullantes vulgaridades de la cultura popular (esta es una falacia, pues el género en cuestión pertenece a lo que Marcuse llamaba ``cultura comercial'' y es parte fundamental de la ``industria de la conciencia'', lo que la convierte en un aparato ideológico asombrosamente poderoso). Hace poco, un funcionario de Televisa lamentaba el hecho de que los intelectuales no se acercaran a su empresa y, en particular, a la telenovela, que ha heredado muchas características de los folletines y folletones del siglo XIX. Me temo que su lamento va a ser permanente, pues su empresa ha hecho de la telenovela un género totalmente incompatible con el ejercicio de la inteligencia. La fórmula utilizada lleva los siguientes elementos: vulgaridad, sensiblería, oligofrenia disfrazada de naturalidad, repetición angustiosa de los temas y las situaciones y uso reiterado de las mismas fórmulas y métodos. Es claro que la telenovela mexicana pertenece al mundo de la soap opera, llamada así por las marcas de detergentes que la patrocinaban (en los Estados Unidos, esa compleja sociedad de consumo, la televisión se ha hecho cargo de los anuncios de detergentes y de toallitas higiénicas ``para esos días'', y es el escenario de la feroz guerra entre las multinacionales competidoras). En México, el género alcanzó cotos de vulgaridad y de tontería sólo derrotados por sus alumnos venezolanos, que son capaces de superar las más abismales idioteces y los más clasemedieros estereotipos. Con la elitista nariz fruncida, salgo a la calle y me dirijo hacia las playas del Pacífico panameño. En una esquina me asalta un anuncio que parece producto de una sesión espiritista: ``Torrijos Presidente''. Se trata de Martín, el joven hijo del General tan bien retratado por Graham Greene en su Getting to know the general, el libro que escribió teniendo a su lado a Chuchú Martínez, ese personaje renacentista de la cultura panameña que partió de la lógica matemática, pasó por el periodismo, el teatro del absurdo y la poesía, y llegó a la asesoría política en los asuntos del Canal, mientras combinaba sus prácticas de yoga con el consumo grahamgreenesco de botellas y más botellas de whisky escocés. A fines de este año, los patrones imperialistas deberán regresar a Panamá (y a toda Latinoamérica) el Canal que sigue siendo de importancia vital para la navegación. No lo recibirá el hijo de Torrijos. A pesar de eso, Greene y Chuchú, anden donde anden, se echarán una regocijada ronda de jaiboles en honor del simbolismo que impregnará un acto de devolución al que no sabemos si asistirá Clinton o si mandará a un funcionario de segunda para que los Wasp más furibundos no lo califiquen de debilucho (vaya debilidad la de este señor, que tiene ya el campeonato de bombardeos y ha convertido a Reagan y a Bush en pusilánimes amas de casa). Vale la pena advertir a los privatizadores a ultranza que los panameños han demostrado en la práctica su amplia capacidad para el manejo y la administración del canal. No se preocupen, jóvenes foxianos o tecnócratas priístas: el Canal seguirá funcionando aunque ya no dirijan las maniobras los rubios hijos del Primer Mundo. Regreso al hotel y prendo el televisor que me entrega un programa español en el cual un grupo lamentable de peninsulares participan en un concurso más tonto y vejatorio que los organizados por los estadunidenses en los años cincuenta o por Pelayo en el México de los sesenta. En esto sólo los italianos derrotan a los españoles. Menos mal que salvan el honor y la racionalidad, ``Bravo'', la ``Independent Television'' y los canales 11 y 22 de México. Este hecho renueva mi admiración por la caja no necesariamente idiota. El poeta salvadoreño Miguel Huezo Mixco, ex guerrillero del Frente Farabundo Martí y ahora jefe de publicaciones del Conaculta de su país, ganó el Premio Rogelio Sinán. En la ceremonia de premiación recordamos a Roque Dalton y a Hugo Lindo, a Ilopango y a Monseñor Romero. Hugo Gutiérrez Vega
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Este es el primero de cuatro artículos dedicados a elucidar la distinción entre forma y contenido tal como se usa en crítica de arte y estética. Hubiera querido hacer algo más breve, pero no pude: el asunto, que parece simple, no lo es tanto, y reclama entrar en detalles, por eso se alarga. Así pues, pido que se me disculpe. Me consuela suponer que la elucidación pueda ser interesante para todos aquellos a quienes interesa el arte, la estética o reflexión sobre el arte, y el gusto de pensar por pensar, esto es, por alcanzar claridad. Empezamos, pues, declarando que el concepto de ``forma'' es casi siempre sospechoso. ¿Qué es sospechar? Sospechar es creer algo por indicios (si sabes algo, no lo crees, lo sabes y ya). Sospechar es creer que hay una realidad no manifiesta, pero actuante, en una apariencia dada. Pondré un ejemplo que ya he usado: ``sospecho que Fausto Zerón es caníbal''. ¿Por qué? ``Por la manera tan persistente como mira a los gordos.'' La operación tiene una lógica: la creencia en el canibalismo de Fausto explica algo, en este caso, ``esa mirada persistente y golosa que tiene''. Este es el indicio, y es manifiesto, pero lo que se sospecha, el canibalismo, no es manifiesto, es secreto y no hay pruebas todavía (por eso se habla de sospecha). Esto es, si mi creencia no explica nada ni lo que se sospecha es oculto, no puede hablarse de sospecha. La frase ``sospecho que el sol brilla'' es incoherente. Hay conceptos sospechosos. ¿De qué? De que no cumplen la función que parecen cumplir, o de que no dicen lo que parecen decir, sino otra cosa, o, en el peor de los casos, que no dicen lo que parecen decir, pero no dicen otra cosa, sino nada. Estos conceptos de confusión irredenta deben eliminarse. El obispo Berkeley sospechó que el concepto ``materia'' era esencialmente confuso y argumentó, con gran brillantez, para eliminarlo. A mí, en mi modestísima medida, me parece sospechoso, en cambio, el concepto ``forma'' (en algunos de sus usos, no en todos) y creo que es esencialmente confuso y hay que eliminarlo en esos usos donde, aunque parece que dice algo, no dice nada. Este ejercicio de elucidación apunta hacia allá. La ilusión es como sigue: ``todas las cosas tienen materia y forma''. Se trata de un matrimonio conceptual viejo y bien avenido (como el de vida y muerte en los seres orgánicos), pero con fuerte codependencia (como dicen los terapeutas): no pueden vivir el uno sin el otro. Una esfera de bronce y una escultura de bronce que representa a un perro tienen la misma materia -el bronce- pero distinta forma. Una tiene forma esférica, la otra forma de perro. Ahora, ``no puede haber materia sin forma, porque la materia tiene extensión, y si algo tiene extensión, tiene por necesidad forma''; es decir, ``es inconcebible una extensión finita amorfa, porque tiene límites y esos límites marcan o dibujan por necesidad cierta forma''. Dado que la noción de forma es sospechosa, este razonamiento entero, tan común, se hace también sospechoso de ser ilusorio e infundado. Vamos a ver. Para empezar, ¿qué dice la expresión ``forma de perro''? Mi sospecha aquí es que no sabemos qué es eso que llamamos ``forma de perro'', y por tanto la expresión es confusa y no sabemos qué está diciendo. La expresión ``el músico Gutiérrez Heras parece un babagú'' es paralelamente confusa, no podemos saber qué dice, por ejemplo, si es verdadera o falsa, hasta no saber qué es un ``babagú''. Pero sentimos que ``forma de perro'' quiere decir algo, tenemos esa ilusión, así que vamos a examinar. Démosle un sentido. Supongamos que me van pasando una a una ciertas cartas con siluetas de animales. Viene la silueta de un dinosaurio, luego la de un ratón, luego la de un galgo, y ahí digo ``alto, esa tiene forma de perro''. Y si alguien me pregunta: ``¿cómo identificaste la forma de perro?'', responderé que ``por las proporciones de la cabeza y el largo de las patas en relación al tronco''. Así pues, a esa proporcionalidad, junto con otros detalles de aspecto que pueden ser significativos (como la forma de las orejas), podemos llamarla ``forma de perro''. Pero no. Esa silueta, esa figura, no puede equivaler a ``forma de perro'' porque ``forma de perro'' es general y la silueta de galgo es particular. Esto es, si esa es la ``forma'', la silueta de un bulldog, que es muy diferente, no tendría forma de perro, lo cual es absurdo. Lo que sucede es que utilizo la figura para identificar, pero también puedo identificar a un perro, por ejemplo, por un ladrido, y obviamente el ladrido no es la forma de perro. Digamos, sin embargo, que cuando por ``forma'' se entiende ``figura'', la noción se aclara un poco. Es decir, cuando se la geometriza. Porque ``forma cuadrada'', ``forma esférica'' o ``forma de huevo'' son expresiones de sentido claro. ``Geometrizar'' es, pues, simplificar, reducir la forma a una figura geométrica conocida. Es, en suma, hacerla algo que se puede dibujar esquemáticamente. Y vamos a dejarlo aquí. El próximo domingo seguiremos el acoso al concepto.
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