La Jornada Semanal, 30 de mayo de 1999
Alberto López Fernández,
Los perros de
Cook Inlet,
Ediciones Umbral,
México,1998.
Conocí tan fugaz como intensamente a Alberto López Fernández en Nueva York, ciudad que lo ha elegido como residente y donde para vivir ejerce el oficio de carpintero, tan importante, complejo y respetable como el de ensamblar palabras y transformar la materia en nuevas estructuras. Antes de leer su libro, me hice de él un retrato al cual contribuyeron diversos elementos: testimonios de amigos comunes; fotografías donde en la antigua isla de los Manhattoes abraza a mi ahijado y tiene la paciencia para jugar a todo lo que le apetece a un niño de doce años; un chocar de copas en el restaurante llamado -irónicamente- L'Express, donde pude comprobar lo que parece ser común a su estirpe familiar: una suavidad angélica que encierra una fuerza enorme, un conversador de pocas pero sustanciosas y útiles palabras. Los silencios de una conversación interrumpida se vieron llenados con creces con el conocimiento de Los perros de Cook Inlet, ésa que por comodidad puede ser llamada provisionalmente una novela.
Cuando Pablo Soler Frost y Frédéric-Yves Jeannet me hablaron por primera vez de Alberto López Fernández y me dijeron que había vivido y trabajado en Alaska, inmediatamente quise conocerlo. Cuando en 1994 viajé a Anchorage y recorrí la costa hasta Vancouver, de algún modo conocí a Alberto, a través de esos hombres duros que son la fauna más reconocible en la última frontera. De aquel viaje fugaz al Septentrión, lleno de sorpresas y destellos, me quedó sin embargo la insatisfacción de haber permanecido en la superficie de esa tierra hosca y fecunda, viril y desafiante. El libro de Alberto me permitió conocer una experiencia vital donde la curiosidad es fruto de la pasión y nunca del capricho. Alberto habla de un viaje, pero no escribe literatura de viajes; no es el extranjero en tierra exótica, sino el extranjero de sí mismo que va a buscarse en sus jóvenes fuerzas. Los perros de Cook Inlet es un libro místico a partir del conocimiento del cuerpo, ya en las jornadas extenuantes para hacer el mejor homenaje al Ulises salmón de los regresos, que decía José Gorostiza, ya en el ascenso a los glaciares que se convierten en los verdaderos dioses a los que es preciso adorar. Decir Alaska y relacionar esa palabra con la escritura es decir Jack London. Leer profundamente a London es aprender que toda novela de aventuras es una apuesta del cuerpo y el alma enfrentados al límite de sus posibilidades. La escritura de Alberto, sabiamente desconfiada, apuesta más por el modelo del gran London de Martin Eden, ese documento autobiográfico donde su autor hace su retrato del artista adolescente. Hay una notable diferencia: el personaje creado por Alberto, su yo y su doble, no habla de su deseo de ser escritor. De ahí que su aventura vital sea lo más importante y sobre la marcha asistamos a un aprendizaje donde la realidad esperada es lo más sorprendente.
Los perros de Cook Inlet es un libro peligrosamente maduro, milagrosamente sabio. Si los datos en la cuarta de forros de este libro y el aspecto de ángel en el exilio de su autor no nos dijeran que Alberto nació en 1967, creeríamos, al leerlo, que fue escrito por un hombre mayor. Paradójicamente, Los perros de Cook Inlet sólo pudo haber sido escrita por un hombre joven, poderosamente convencido de que el enfrentamiento con uno mismo equivale a un examen de conciencia. Por esa sabiduría es que el autor logra mantener una distancia entre su experiencia y nuestra experiencia de lectura. No hay suma de anécdotas sino collage de imágenes, galería de personajes que se niegan a recibir el calificativo de folklóricos y reafirman su condición de auténticos sobrevivientes. Ejercicio espiritual y lucha por la sobrevivencia llana, atajos para vencer a la no menos poderosa melancolía, la escritura de Alberto está más cerca del Walden de Thoreau que de la abundante, mala y narcisista literatura de viaje, donde el paisaje es un estado del alma y un hedonismo que hace de cada lugar visitado un imperioÊde Disney. En Alberto, el paisaje y los hombres son un escenario por momentos fascinante y en otros al borde del abismo. En lugar de forjarse un héroe melodramático y complaciente, Alberto practica un experimento en apariencia opuesto al de Rimbaud. Si en el de Charleville primero fue la aventura verbal y después la aventura de la acción, Alberto se inserta primero en otro silencio análogo para descifrar la manera en que hombres y animales, estaciones y hielos, árboles y auroras lo pautan con sus signos. Alaska en sus palabras aparece limpia y dura, y es como su prosa, precisa y cortante, cortés pero distante.
Lo más notable en este sentido es la manera en que Alberto fabrica un discurso formulado por un yo que es otro, que es los otros. Desde la permanencia en su primera y simbólica noche en el interior de una tienda de campaña que amanece empapada, hasta el regreso cíclico del final, donde el héroe ha cumplido con sus ritos de paso, Alberto hace desfilar una galeríaÊde personajes cuya autenticidad niega toda estampa costumbrista: son hombres que viven para trabajar en locales llamados canerías -afortunado y ambiguo anglicismo- y cuya labor oscura e ignorada concluye dignamente el ciclo heroico del salmón. Seleccionadores, cortadores y empacadores celebran su cotidiana liturgia para llevar el pez al cuerpo de los hombres, del mismo modo en que los balleneros del Pequod llevaban la luz a sus hogares desde el interior de la ballena.
La primera frase de un libro cifra la responsabilidad y los riesgos del autor y su obra. Me gusta el acorde inicial de Los perros de Cook Inlet por su contundente honestidad y por las reminiscencias que tiene con otras novelas de iniciación: ``No tengo muy claro si un hombre puede llegar a ser feliz, pero sí que puede hacerse rico. Eso lo tenía muy claro, me iba a buscar el oro al lugar de oro, aunque para mí estuviera éste en los pescados y no en la criba de la arena.'' En este breve párrafo está contenida la historia que se narra y el sentido pragmático que la anima. Alberto -o la voz de ese otro que es él mismo- nunca se autocomplace y, en cambio, logra prosperar en su obstinación hasta convertirse en lo que Charles Nicholl, en su reciente biografía de Rimbaud, llama ser alguien más: ser somebody else, borrarse, convertirse en una anónima bestia de trabajo, porque, irónicamente, sólo mediante esa entrega será posible volver fortalecido a ese mundo del que se ha separado. En este sentido, la voz narrativa de Los perros de Cook Inlet es hermana del Ismael de Herman Melville, del Arturo Cova de José Eustasio Rivera, del Simbad que viaja para conocer los límites de la criatura humana que le ha sido dado vivir.
Los buscadores de oro del Klondike, que no podían partir de Skagway sin un cargamento de por lo menos una tonelada, ahora tienen las ventajas del hidroavión; cruceros con la altura de un edificio de catorce pisos permiten al viajero contemplar el estruendo de los icebergs desgajándose o el cortejo de orcas que demuestra el poderío de su reino. Pero Alaska continúa siendo una tierra de prueba, un territorio lleno de enigmas, como enigmática es el alma del hombre que en ella se busca.
En su libro de joven madurez, Residencia en la tierra, Pablo Neruda incluyó el poema ``Entrada en la madera'':
Dulce materia, oh rosa de alas secas,
en mi hundimiento tus pétalos
subo
con pies pesados de roja fatiga,
y en tu catedral dura me
arrodillo
golpeándome los labios con un ángel.
Si Neruda llegó a ser el poeta de la materia, el que luego de trabajarla nos devuelve las cosas y las texturas, los aromas y los sonidos, es por el aprendizaje que desde su niñez tuvo de la brutal naturaleza. La literatura de Alberto es abrumadoramente convincente por esta relación adánica y profunda que logra con las cosas, y por la manera tan honesta como su experiencia se transforma en palabras. Alberto López Fernández fue a Alaska para buscar su ``interior de hombre'', como quería el capitán Francisco de Aldana. Fue a buscar oro y regresó con él. Su escritura anda con pie tan seguro como el que exige la conquista de la montaña. Difícil predecir qué vendrá después de estos Perros de Cook Inlet. De lo que estoy seguro es de su fuerza y su brillo, y de que su autor está preparado inclusive para las duras jornadas de silencio que, al igual que los inviernos septentrionales, paralizan el alma del que escribe.
Emil Tode,
Estado
fronterizo,
Colección Andanzas,
Tusquets
Editores,
México, 1998.
Es difícil conocer la literatura de Estonia y más aún a un autor actual que exprese en sus textos las vivencias de un joven procedente de este país -nunca descrito o mencionado explícitamente en la novela, pues el autor y protagonista de la misma siempre se describe como procedente de la Europa del Este-. Gracias a Estado fronterizo podemos entender y aproximarnos a la situación de muchos habitantes de lo que fue la Unión Soviética -estonios, lituanos, etcétera- en el momento actual.
La acción de la novela se sitúa en Francia. El protagonista, del cual desconocemos su nombre, se encuentra en París por motivos laborales. Así expresa éste su tarea: ``Como sabes muy bien, no he venido aquí para estar tumbado en la cama, ni para visitar los museos, ni para escribirte cartas que nunca recibirás. Estoy aquí para ir a la biblioteca y leer poesía francesa de posguerra, compilar una antología y traducirla a un idioma al que esas poesías son intraducibles. Para eso recibí una beca de una organización internacional, para contribuir a la integración cultural de la Europa del Este. Y de vez en cuando, efectivamente me he ocupado de esa tarea, he pasado horas sentado en la biblioteca, integrándome [...] En los años de posguerra se han escrito aquí kilómetros y kilómetros de poesías, y han estado impresas en papel de buena calidad. Poesías mediocres, absurdas, verborreicas, que hace tiempo nadie ha vuelto a leer. Salvo yo mismo, y otros a quienes les han pagado para hacerlo.'' Con estas frases el autor hace una velada crítica a las políticas integracionistas europeas que se esconden bajo un aparente carácter cultural.
El mismo hecho de que el protagonista nunca especifique su procedencia nos hace pensar en la controvertida apreciación personal e íntima del autor que, en unos meses -por el desmembramiento de la Unión Soviética-, ha visto cambiada su forma de vida, su país, su gobierno, su estilo de vida.
La confrontación entre su antiguo mundo y el país que ahora habita es clara cuando afirma: ``Y es que en el mundo de aquí, en el que todo ha de tener un sentido inapelable, puede que parezca inconcebible; pero allá no, allá, en aquel tiempo congelado como un inmenso témpano de hielo, en aquel país del que huí, ocultoÊtras una pila de leña, todo esto tenía una razón de ser y resultaba del todo verosímil''.
También el protagonista confiesa la dificultad de describir la situación de los hombres y mujeres que se encuentran en su misma situación. ``Uno puede escribir acerca de sufrimientos más literarios, más sublimes, pero de ningún modo sobre la aflicción de unos europeos del este que se detienen ante los deslumbrantes escaparates de esta ciudad, vestidos con chándal y zapatillas de deporte''.
De su país escribe: ``¿Por qué metería mis narices en el mundo de los hombres? Hubiera debido permanecer donde me correspondía, en el reino vegetal, en la esfera de las probabilidades, en la Europa del Este, en aquel apartamento asfixiante de mi niñez con el alféizar de la ventana repleto de plantas domésticas de la abuela [...] Allá, en aquel país del que procedo, todo el mundo escribía poesías, era como un deporte nacional, como el fútbol para los ingleses. Las leían y les atribuían un significado mucho más trascendental del que realmente tenían. Era uno de los muchos errores en los que vivíamos, allá, en la Europa del Este, en el siglo XIX''.
El protagonista anónimo de la novela muestra una falta de ubicación y una situación fronteriza personal que se acrecienta a consecuencia de su homosexualidad. La indefinición del personaje se percibe a través de la lectura del texto que, si bien únicamente refiere casos concretos de extrañeza respecto del otro -en las surtidas tiendas de la ciudad, en la vestimenta de los parisinos, en los lujosos departamentos de Amsterdam o París, comparados con los de su país de origen-, logra que el lector entienda la falta de integración y el sentimiento de inferioridad del protagonista, condición que lo incita a meterse en mil y un líos.
Un receptor anónimo, llamado Angelo, es el destinatario de las múltiples cartas que componen el libro, y a quien el protagonista de la novela se dirige, contándole sus acciones y relaciones. A través de estas cartas, escritas en primera persona, el lector conoce las emociones, vivencias y recuerdos del protagonista y sus indefiniciones ante el mundo que lo envuelve y que, definitivamente, choca con su pasado y su historia vivida.
El título de la novela hace referencia tanto a la situación geográfica de donde procede el autor, como a su propia situación personal. Por ello sus palabras: ``Una vez, leyendo el periódico, vi la expresión `Estado fronterizo'. Así llamaban al país de donde procedo. Era una denominación política, muy acertada por cierto. Un país fronterizo, en realidad, no puede existir. Siempre hay algo a uno y otro lado de una frontera, pero la frontera, físicamente, no existe. Puede haber carreteras, sembrados, casas de labranza junto a un grupo de grandes árboles sedientos, pero ¿dónde está la frontera? No se la ve. E incluso si uno se coloca exactamente encima de ella, tampoco puede verla, ni a un lado ni a otro.'' En efecto, las fronteras se extienden mucho más allá del medio topográfico y describen el medio vital del protagonista.
Ray Loriga,
Tokio ya no nos
quiere,
Plaza & Janés,
Barcelona, 1999.
Cuando alguien dispara la conseja de que la historia cuando se repite es chistosa, ignora u olvida (que es otra forma de ignorar, para efectos prácticos), que esa frase la dijo Marx (no, no el que usted piensa, no Groucho, sino su acaso pariente lejano, el también fumador de puros Karl), quien a su vez se la tomó a Hegel (no, no el Ejel de Revueltas -no, no el de cultura de la revista Milenio, su ancestro)... En fin, lo que pasa es que la falta de memoria siempre es buena aliada para quien está dispuesto a dejarse apantallar con cualquier novedad que le sale al paso. Digo, no es que en lo nuevo no haya mérito, sinoÊque me refiero a que no por nuevo algo es inaudito, inédito, insólito ni in o ito imaginables; insisto: olvidar es como no saber y la ignorancia también amadrina a los vivales que quieren hacerse pasar por innovadores.
Por otra parte ¿quién quiere a los aguafiestas que se la pasan señalando genealogías, desbaratando ilusiones y desbordando una asquerosa erudición de monomaníaco (ojo: forma arcaica de señalar conducta compulsiva, para los que no han leído a Poe, por ejemplo).
Así, podemos contar un chiste una y mil veces, especialmente cuando tenemos la aguda intuición de que nadie nos hace mucho caso; también podemos sacar del fondo del baúl una que otra garrita que, a la vuelta del tiempo, ha perdido el aura de ridiculez que habíamos concedido en reconocerle después de su época, para el revival de las campanas al vuelo (¡ah!, Cher, la inmortal que se restira y se recicla...)
En literatura ocurre igual (incluso la acusación nada tiene de novedoso) y todos podemos pasar por ingeniosos y mentes preclaras que acabamos de descubrir la América de las Letras... Y, pensándolo bien, si los Procuradores del mundo logran salir adelante con su reforma a las leyes penales, quién quita y estas conductas queden comprendidas en las que sancionan las leyes penales, puesto que, en términos genéricos, el principio activo para cometer un fraude es inducir al error o aprovecharlo para sacar un beneficio en perjuicio de otro...
¿A qué viene tanto disparate? Sufro: la humillación de caer en la trampa, de haber mostrado entusiasmo me multiplica el dolor de ser tan imbécil, de haber dejado volar mi fantasía antes de comenzar a recordar...
¡Oh, mi querido y venerado vejestorio, ah, mi admirado Bill Burroughs (¿quién?), qué caso tenía que saquearan tus libros para usarlos como ingrediente mágico en una ensalada que sólo cambia de plato!
Los vagabundos del Dharma emparentados con los hijos cyberpunk de William Gibson o, lo que es peor, la mezcla de un presente reseñado en los noticieros (prostitución y pornografía infantil, drogadicción, racismo, estupidez crónica individual y colectiva, belicismo desenfrenado -¿hay de otro?-, necedad de los políticos y zarandeo indiscriminado de parte de los ``Comunicadores''...)
Del español Ray Loriga había leído con entusiasmo una novela cuyo título desapareció para darle el lugar al nombre de una película, La pistola de mi hermano, que sin inventar a los jóvenes de hoy ni de nunca, se concretaba a contar una historia interesante por sí misma, no por ser el summum de los relatos sobre un par de chavos frente al stablishment (¿recuerdas, lector cuarentón, el significado de la palabrilla?), frente a la nada de la falta de perspectiva...
Sí, lo recuerdo bien, era una buena novela y eso imaginé que sería la que se llama Tokio ya no nos quiere, pero batallé para llegar al final del libro, que no de la historia, ya no sé si por contagio del hastío del protagonista que en mucho me recuerda al sujeto de Naranja Mecánica; como decía, tómese con una gota de milenarismo apocalíptico la realidad actual más atroz, móntese al personaje en la montaña rusa del buen Bill y agréguesele una dosis de un fanatcientífico chocho que hace olvidar a la medida del deseo del consumidor, y se tendrá una novela de viajes plagada de fornicios con todo lo que tenga hoyo o remedo de pirinola, absorbiendo cuanta química se pueda encontrar en el catálogo de los Lupercio y laborando para una Gran Empresa en la que se mezclan Orwell, Huxley y Le Carré... Luego, el vacío.
Quizá mis viejos huesos ya no están para esos trotes; sin ser el Roy de Blade runner, algo he visto, o debo decir, leído, que me cuesta trabajo contentarme con un cuento como el de Tokio..., porque, después de todo, aún no me falla tanto la memoria como para permitirme sorpresas en textos recién publicados ni en la relectura (dicha que muchos afirman disfrutar a raudales) de libros leídos hace siglos; creí en Loriga por su buen oficio, pero veo que se contentó con hacerse menos; lo que nos cuenta en esta novela es una reiteración que avanza a saltos: el dealer legal avanza en espiral hasta la fractura con su oficio, hasta perder él mismo la memoria, como si cayera en un abismo donde se realiza la justicia divina versión madreÊde familia, más que la justicia poética que se espera en una novela; el muchachón corre de un lugar a otro como quien se dedica al zapping existencial hasta que se encuentra en una pantalla prácticamente en blanco y sin la posibilidad de recuperar algo de los recuerdos extraviados en un pasón.
No. Algo falló, no estoy seguro de qué; no puedo hallar en mi memoria el dato adecuado, la ficha necesaria... Ya no sé ni lo que digo... Vaya, léalo bajo su propio riesgo.
Raúl Renán,
Los silencios de
Homero,
Editorial Aldus-Universidad Autónoma Metropolitana,
México, 1998.
Una de las grandes razones por las cuales se mantiene viva la literatura es la memoria. Gracias a ella se pasa de lector a creador. Porque cuando un texto hace mella en el recuerdo, la cabeza se va poblando de aquellos personajes que alguna vez pasaron ante nuestros ojos. Es entonces, cuando tienen cierto tiempo cohabitando, que deciden contar otras historias.
No obstante, de entre todos los relatos que se leen, unos pocos toman una senda que los llevará a encontrarse apeñuscados en el centro del corazón, que es el lugar donde se guardan las más queridas cosas. Relatos únicos que nos asisten durante la travesía de nuestra vida. Cada palabra, cada imagen se va incrustando para después -aun sin desearlo- brotar a la menor evocación. Son textos dilectos que nos convierten en infantes. Porque al igual que un niño, deseamos que la arrobante historia no termine jamás.
Al pasar sus manos por el libro de la Ilíada con tapas color verde en la versión de Luis Segalá Estalella, Raúl Renán seguramente anheló que los versos de Homero siguieran con el relato de la cruenta batalla que duró diez años, provocada por el deseo de una mujer (aun cuando el materialismo histórico resalte la importancia comercial de Troya). Y se imaginó durante años la belleza de la veleidosa Helena, la cólera funesta de Aquiles, el atrevimiento de Paris, el despecho de Menelao. Y el poeta Renán presta ahora su voz para decir lo que el otro poeta calló.
En Los silencios de Homero, por medio de los cantos que componen la obra se vuelven a escuchar otros aspectos de la existencia de los héroes, de la manipulación ineluctable de los dioses, de los golpes de las lanzas contra lo bruñido de las armaduras... y resuenan con la fuerza y precisión que sólo puede imprimirles quien tiene fervor por su oficio. Porque muy pocos se atreverían a continuar relatando una de las lecturas fundamentales de la cultura occidental. Y menos aún habría los que salieran bien librados. El maestro Renán, que ha dedicado su vida a la literatura -incluyendo la generosidad de impulsar a los noveles escritores por medio de los talleres que imparte- salva el escollo que la empresa representaba, pues a cada escrito le imprime el ritmo exacto y la palabra más refulgente.
Así nos enteramos, gracias a la pluma del autor de obras como La gramática fantástica o Catulinarias y Sáficas, que, de niño, Aquiles se entrenaba con gallos de pelea. Si vencía a la furia del ave dentro de la estrechez de la jaula, le sería más sencillo esquivar las puntas de las lanzas.
O conocemos la tragedia de Verito: ``(...) Para encumbrar su lujuria, montó en el oráculo una tienda con candiles de sol obtenida de los mercaderes del alborotado Helesponto, y pidió que le enviaran además una sirena de la Odisea. En estanque tallado de finas maderas, llegó la mujer deslumbrante, que entre chillidos apasionados y coletazos, recibió a su prometido como fue acordado, engullendo desde la primera tarascada el fruto sobrante en el arco de sus ingles.''
Transitar por Los silencios de Homero -a pesar de la brevedad del libro: ciento siete relatos-poemas en igual número de páginas- es adentrarse en un mundo formado a puro golpe de palabras incandescentes, que van dejando su impronta en los pliegues de la memoria y haciéndose un camino donde moran las más queridas cosas.
Ensayo (biográfico)
De vida en vida, Ricardo Garibay, Col. El día siguiente, Editorial Océano, México, 1999, 230 pp.
Ensayo (educativo)
Construyendo un saber sobre el interior de la escuela, Graciela Frigerio, Margarita Poggi, Daniel Korinfeld (compiladores), Col. Psicología y Educación, Ediciones Novedades Educativas/Centro de Estudios Multidisciplinarios, Buenos Aires, Argentina, 1999, 189 pp.
Ensayo (filosófico)
Estar de más en el lobo. Meditación desde el progreso y la civilización, Manuel S. Garrido, Col. Hojas nuevas, Ed. Grijalbo, México, 1999, 254 pp.
Ensayo (literario)
Ocho ensayos sobre Borges (a 100 años de su nacimiento), Héctor Zagal Arregín (compilador), Col. Claves, Ed. Publicaciones Cruz O, México, 1999, 203 pp.
Ensayo (periodístico)
Las obsesiones de Sofía, Guadalupe Loaeza, Editorial Nueva Imagen, México, 1999, 389 pp.
Ensayo (político)
El camino de la democracia en México, Patricia Galeana (compiladora), Archivo General de la Nación/Comité de Biblioteca e Informática de la Cámara de Diputados/Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, México, 1998, 501 pp.
Fox populi, César Leal, Editorial Disem, México, 1999, 171 pp.
Filosofía
Los sueños y el tiempo, María Zambrano, Col. Biblioteca de ensayo, Siruela, Barcelona, España, 1999, 165 pp.
Literatura juvenil
Cuentos de la selva, Horacio Quiroga, Introducción, guía de actividades y notas de Nydia M. Grotta, Col. Biblioteca Clásica y Contemporánea, Ed. Losada, México, 1999, 119 pp.
Narrativa
Amarillo fúnebre, David Olguín, Col. Serie el volador, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1999, 207 pp.
Cruz de olvido, Carlos Cortés, Ed. Alfaguara, México, 1999, 439 pp.
Cuentos con dos rostros, Ricardo Piglia, Selección y epílogo de Marco Antonio Campos, prólogo de Juan Villoro, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1999, 199 pp.
El principio del terror,Jaime Muñoz Vargas, Col. Serie del volador, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1999, 114 pp.
La Cola, Poli Délano, Editorial Grijalbo, México, 1999, 167 pp.
La fábula de las regiones. Cuentos, Alejandro Rossi, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1998, 122 pp.
La línea del agua, Roberto Ransom, Col. Serie del volador, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1999, 147 pp.
Unos niños inundaron la casa y otras calamidades, Adrían Curiel Rivera, Ed. Cal y Arena, 1999, 133 pp.
Poesía
Yo soy ella, Eloy Urroz, Editorial Las impurezas del blanco, México, 1998, 92 pp.
Ur y otros poemas, Marco Antonio Acosta, Ediciones Albatros Viajero, México, 1998, 77 pp.
El dolorido sentir. Antología de poesía amorosa, Rubén Bonifaz Nuño, Selección y nota introductoria de Vicente Quirarte, Col. Ars Amandi, CNCA/Centro Cultural Tijuana/UNAM/Coordinación de Difusión Cultural, Dirección de Literatura, México, 1998, 151 pp.