La Jornada Semanal, 30 de mayo de 1999
A veintiséis años de su muerte, José Alfredo (inútil el apellido, usarlo denotaría falta de confianza) es para la vida popular, o para la vida de México para ser más exactos, una institución de instituciones. No sólo no pasa de moda: también sus canciones se cargan de significados imprevistos, y la recepción de los comienzos (multiclasista) tiene poco en común con la valoración artística y social de hoy, también a cargo de todas las clases sociales. Paulatinamente, la dimensión oculta o minimizada de la obra de José Alfredo resulta la más favorecida, y el vocero de la lírica cantinera se vuelve el poeta de la desolación marginal. ``Yo sé bien que estoy afuera...'' Queda claro: José Alfredo ya se libró de ser estrictamente ``producto de una época'', así lo haga posible la industria del nacionalismo cultural, y así dependa de lo que una época dicta: la invención de un pueblo y de un estilo nacional. Pero José Alfredo trasciende su ámbito formativo y su ``mexicanidad'', aunque lo constituya, es, las más de las veces, elemento decorativo, y no es obstáculo ni para la fuerza de sus canciones ni para su éxito en el mundo de habla hispana. Y lo más probable es que la siguiente generación lo califique, y muy altamente, por otros motivos. Por lo pronto, no hay cómo ``envejecer'' a José Alfredo.
``Yo que tanto lloré
por tus besos''
José Alfredo nace en 1925 en Dolores Hidalgo, Guanajuato, su ``pueblo adorado'', y a los ocho años de edad la familia se traslada a la Ciudad de México. Es precoz (a los catorce años ya compone sus propias canciones), y carece de educación formal, por lo que siempre requerirá de músicos profesionales para el traslado de sus melodías al papel pautado (tiene la suerte de la inapreciable ayuda del compositor y arreglista Rubén Fuentes). José Alfredo es fértil, posee una extraordinaria memoria musical y sabe dar buen uso a su conocimiento de la cultura popular, esas melodías ``bonitas y sencillas'' a las que les rinde homenaje constante. Si algo, es una criatura de la tradición que, pese a su profunda originalidad, no cuestiona los valores fundamentales de su medio, y si compone es para alcanzar la inspiración, dialogar con las virtudes del hombre-que-de-veras-lo-es, y añadirse a la gran corriente del sentimiento nacional. Es popular de demasiadas maneras, y tal vez por eso a las preguntas sobre su proceso musical, responde invariablemente con vaguedades y lugares comunes. Pero sus limitaciones expresivas terminan al iniciar otra canción.
Otros datos: es jugador de futbol en el equipo Marte de la primera división. En 1948 canta por vez primera en la XEX y más tarde en la XEW, acompañado del trío Los Rebeldes, cuyo primer guitarrista es el dueño del restaurante La Sirena, donde José Alfredo trabaja de mesero.
En 1950, Andrés Huesca y sus Costeños graban ``Yo'' el éxito inicial de José Alfredo, con sus versos desafiantes.
Desde ``Yo'', el autor es el héroe que elige ser antihéroe, es el marginal en el centro de lo auténtico. Le da lo mismo el prestigio social, nunca se entera bien a bien del tamaño de su fama, y vive -como lo informan las atmósferas de sus canciones- en la mitología del sedentarismo y el vértigo: borracheras, destino implacable, adoración sin límites de la pérfida, autocompasión asumida con el placer del triunfo. (No es ``masoquismo'', es la gran creencia compensatoria de los marginales: uno es más verdadero en la derrota.) En esto José Alfredo no duda. En ``El hijo del pueblo'', una canción de principios de los cincuenta, proclama su ideario y su autobiografía:
José Alfredo hace suya la marginalidad de la nación entera. Cualquier otra actitud le resultaría insuficiente, sobre todo en una etapa normada por lo que descubre (inventa) el alborozo populista: ¡la pobreza es la cima de los valores morales! Al adoptar esta creencia, José Alfredo responde en todo a la ideología del espectáculo ``para las masas'':
Ser pobre, ser mexicano, ser desdichado (se omite el ser feo), ser de origen indígena. ¿Qué más se exige? El orgullo del abismo, eso se puede pedir:
``Como no tengo dinero/ tengo mucho corazón.'' José Alfredo cree devotamente en los favores de la mula vida que le dicta letras y melodías. Y el mayor suministro de su energía es la sociedad, el ser múltiple y memorioso que ahorita mismo, en su casa o en el antro o en la radio o en la tele, entona una de José Alfredo:
De golpe, José Alfredo ofrece una obra, un sentimiento desolado, un sentimentalismo que va del rencor a la autocompasión y de regreso... y un personaje, ese compositor que viene de abajo, toma la letra de sus canciones como órdenes tajantes, y se inspira en el impulso que lo devora. Aquí también, letra y melodía no se escinden. Las melodías son límpidas, memorables por memorizables, y causan casi forzosamente adicción.
``Esta noche me voy de parranda''
¿Qué sucede en el mundo del espectáculo en México a principios de los cincuenta? Es muy briosa la agonía del nacionalismo cultural, y aún resultan creíbles y casi obligatorias las fórmulas de la entrega romántica desesperada. Y al mezclarse la industria del espectáculo con la vitalidad divertida y lacrimógena de las comunidades urbanas, se da lo que tal vez sea la última etapa de la creatividad que escapa a los designios del cerco industrial. En el caso de la canción ranchera, se produce un canje mayúsculo pero discreto de tradiciones. Desaparecen las escenificaciones puntuales o teatrales de lo rural y lo pueblerino, con todo y reflejos condicionados. Y al campo lo sustituyen distintas propuestas de marginalidad y fracaso a cargo de grandes compositores populares: Tomás Méndez, Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, Rubén Fuentes, que se agregan al ámbito creativo de Tata Nacho, Manuel Esperón y Chucho Monge. En especial, con unas cuantas composiciones (``Cucurrucucú paloma'', ``Grítenme piedras del campo'', ``Puñalada trapera''), Méndez le infunde a las rancheras una dramática ansiedad de estruendo, la canción como barricada o desfiladero de los sentimientos, con la Naturaleza de cómplice del amor herido. Y los compositores populares están al tanto: al lado del oyente (que es en su espacio el cantante), ya no hay magueyeras, ni patrones buenos o malos, ni ``la noche en que me engañaba/ tras la pila colorada/ con el tuerto te jallé'', sino personas -el compositor mismo paraÊempezar- aisladas radicalmente (en la cantina, el cuarto, la serenata, la parranda, la errancia). Unas cuantas creadoras construyen el puente que, en materia de idealización de las pasiones, hace indistinguible lo urbano y lo rural, entregándole a sus escuchas letras ``expropiables'' que se vuelven autobiografía de la tribu, con las sensaciones ya desconocidas del desamparo al aire libre, del remontarse a los montes y cerros que se ocultan en las calles de la gran ciudad. Para su público, las rancheras son el espacio de lo auténtico, de lo que se canta para vivir de veras:
Las nuevas canciones son ``tradición'' de inmediato, por su poder evocativo y por las pasiones devastadoras que postulan. Su antecedente temático es el melodrama de ``La Epoca de Oro'' del cine mexicano (1935-1955, aproximadamente), armado con verdades psíquicas de directores, argumentistas y actores, negado a la ironía, sin mayores distancias culturales con su público, señas del afán de igualar la vida con los acordes y las frases que brotan del alma.
``No me quieras matar, corazón''
El machismo escénico todavía convence, pero el ídolo de ídolos Pedro Infante es un personaje complejo, muy distinto a Jorge Negrete, el Charro Cantor, decorador ilustre de canciones, que le imprime carácter de edicto o de carta magna a composiciones dondeÊrepresenta a la nación y a lo mejor de los nacionales:
Infante -y allí localizo una de las razones de su inmenso arraigo- asume a fondo las emociones, y es lo suficientemente dúctil como para no representar a la nación sino a personajes concretos, fruto de situaciones reales y de vivencias socialmente significativas o entrañables. Así, no es casual que Infante sea el primer gran intérprete de José Alfredo. Si por sus limitaciones vocales y su falta de profundidad interpretativa, Infante no estáÊa la altura de Lola Beltrán, Lucha Villa, Amalia Mendoza y Chavela Vargas, sí respeta la transparencia melódica y acerca al oyente para que ``le haga segunda'' al cantante. Esto lo sabe bien Infante: oír una de José Alfredo es añadirse al coro.
En la treintena de canciones de José Alfredo que graba, Infante asume y expresa con habilidad el tono dolido o relajiento, la fatiga ante el machismo ortodoxo, la divulgación del mal de amores, la urgencia de los sentimientos intensos (aquellos que justifican la vida), la conversión de la intimidad en fiesta de pueblo (sufrir y no gritarlo es carecer de sentimientos), las revelaciones del fracaso. Por eso, ``Ella'', en la versión de Infante, es ya desde 1951 el himno de las pasiones ennoblecidas por la pérdida.
Infante y Negrete promueven y establecen a José Alfredo, y Pedro lo ayuda en una carrera fílmica más bien deplorable, que incluye diversos papeles estelares. Las canciones son extraordinarias y las películas nefastas, porque José Alfredo, por decir lo menos, no es un actor, y porque conscientes de ello, los productores se olvidan de la trama y sólo buscan aprovechar su música. ¿Qué se hace con filmes llamados Póker de ases, Ni pobres ni ricos o Guitarras de medianoche y Camino de Guanajuato?
``Una gitana leyó en mi mano''
En la obra de José Alfredo, la desolación, por razones del temperamento y de la vida personal, es todo lo genuina que permite la industria del espectáculo, y es algo más, como se va probando. Y si las melodías son sencillas y brillantes, las letras describen un proceso (el caos de las sensaciones) y ofrecen la lección de una conducta (la forma de la existencia desgarrada). No se encontrará una sola declaración de José Alfredo ufanándose de sus logros. stos, insiste, son del pueblo, el creador de los dones. Y la falta de pretensiones es el enlace con la inspiración, para José Alfredo la palabra clave.
Puesta en escena: a) Se empieza casi por el final: ``Por tu amor que tanto quiero y tanto extraño''; b) Se quiebra el temple de la dignidad y se corteja el autocastigo: ``Que me sirvan otra copa y muchas más''; c) Se pregona la ejemplaridad: ``Que me sirvan de una vez pa todo el año''; d) Se acepta el castigo para quien no supo retener a la ingrata: ``Que me pienso seriamente emborrachar.'' A las relaciones humanas, según la interpretación prevaleciente en los años cincuenta, las fijan el destino, la maldad inherente de las mujeres, las debilidades del macho y la suerte: ``No cabe duda,/ yo nací con el santo de espaldas.''
La obra de José Alfredo es novedad extrema que se asimila (o se reconvierte) poco a poco. Como en el caso de Agustín Lara, la fusión de canciones y vida, inspiración y cauda de enamoramientos, y autobiografía y olvido de sí, hacen que en la memoria popular la conducta se integre a las canciones: Allí están, para quien quiera emularlas, para disfrutarlos como espectáculo, los elementos del arraigo: disipación, bohemia, amor sin límites, pasión sin esperanzas, presunciones machistas (``Te solté la rienda''). Y el público, esa ley de la oferta y la demanda tan previsible y tan inesperada, acepta el psicodrama y ve en el repertorio de José Alfredo lo teatral y lo infalsificable de la existencia. En su primera etapa, José Alfredo le ofrece a los requeridos de exaltaciones una explicación de su conducta como mexicanos y como pobres. Así va el razonamiento: el mexicano es desdichado, al mexicano le gusta compartir las nuevas de su desdicha. Ergo: si el mexicano se reúne, debe ser para contar su infelicidad. La borrachera es entonces el ``psicoanálisis instantáneo'', y el rancho a que alude la canción ranchera será todo aquel lugar donde la persona, sin hipocresías que le consten en ese momento, entera a los presentes de su amor, de su desamor y de su condición social:
Yo no sé lo que valga mi vida,
pero yo te la quiero
entregar...
yo no sé si tu amor la reciba,
pero yo te la vengo a
dejar...
El poeta popular:
``Cuántas luces dejaste encendidas/ yo no sé como voy a
apagarlas''
``Te adoré, te perdí, ya ni modo''... Al hablar de la poesía popular de José Alfredo, no me refiero a literatura en sentido estricto, para empezar, por lo indesligable de letra y melodía y porque, además, ni es ésa la intención del autor ni sus recursos culturales se lo permitirían. Me refiero a los hallazgos del oyente, de origen ``humilde'' casi siempre, que no cree enfrentarse a poesía alguna, sino al mensaje de alborozo y/o frustración dirigido al ser amado que, por lo común, se ha ido para siempre. Y ese oyente (que es intérprete a su manera) descubre lo inesperado: algunas líneas de las canciones le funcionan como poesía, le iluminan seres, situaciones, secuencias personales. ¡Ah, recordar la época feliz ``allá cuando el sentimiento era enemigo de hacerme mal''! ¡Ah, despreocuparse por los infortunios o las fortunas de ahora, que al fin y al cabo/ algún día el destino me va a alcanzar''! Poesía popular es la carga de frases que se usan para quedar bien con uno mismo, es la serie de iluminaciones que, a falta de otro nombre, reciben el indemostrable y arraigado de ``filosofía de la vida''.
El hallazgo de lo poético en José Alfredo se acrecienta a partir de su muerte, cuando se le escucha con más cuidado, y lo que fue gozo de la fiesta o de la velada solitaria resulta algoÊmás, es el encuentro con esa poesía que dejó de memorizarse con Amado Nervo y la ``Suave Patria'', y cuyo fulgor los no lectores sólo distinguen en obras admirables como la de Jaime Sabines. De pronto, una canción ranchera es, por acuerdo de millones de personas, poesía popular:
La épica de la embriaguez
Atiende a la canción y la resiente en su papel de protagonista de tragedia:
Se conmueve, y se disponga o no a beber, el oyente se sumerge en la famosa ``épica de la embriaguez'', pródiga en recompensas psíquicas para los que bebieron tanto que ni cuenta se dieron de su fallecimiento. En una sociedad que no atiende en demasía el cuidado del cuerpo (faltan años para el conteo del colesterol), y no se aflige por los excesos del machismo, ser borracho es la proeza que encauza didácticamente el cine nacional.
No hay duda: José Alfredo conduce el género de la borrachera a su cumbre, como también a su obsolescencia eventual. Maestro de ceremonias de los sentimientos profundos que el sentimentalismo agranda, José Alfredo sitúa al tequila a la vanguardia de los compromisos espirituales. ¿Qué otra bebida elimina disculpas y explicaciones y le imprime ``mexicanidad'' a la escena?
El primer escenario (el primer latifundio espiritual) de José Alfredo es la cantina mitológica, distante y próxima de la realidad cantinera. Se está, sin equívocos, ante un confesionario a voz en cuello, el desfile turbio de las imágenes de gloria y humillación que son el más recóndito patrimonio personal, y el descubrimiento de hermanos y padres instantáneos, y de verdugos y jueces todavía hace un instante seres fraternos. En el lenguaje alegórico de la medianoche, la cantina es el alma que en cada canción asciende a los paraísos infernales. Y en la cantina de los arquetipos, la que uno habita a la tercera copa, se acerca a la mesa el inmejorable coro griego que agudiza y da forma a las desdichas. Hablo, por supuesto, del mariachi, el ser único que señala las etapas de la fiesta, la obligatoriedad del grito histórico que celebra a México o al país alternativo que también se llama México, el de la infelicidad a raudales, donde hay que sacarle provecho a las ganas de expiación. Los mariachis callaron, pero antes los mariachis cantaron y crearon atmósferas y desafinaron, y le hicieron sentir a la gleba, la plebe, el infelizaje, el populacho, y a quienes ustedes quieran de las demás clases sociales, que el concepto de fiesta es responsabilidad a dúo del santo del pueblo y del ánimo de la concurrencia. No lloro, nomás me acuerdo. No me acuerdo de nada porque las pinches lágrimas me empañan el alma.
``Cuando te hablen de amor
y de ilusiones''
Véase esta línea deslumbrante: ``Era el último brindis de un bohemio por una reina.'' Al respecto, María Félix ha declarado: ``José Alfredo me compuso esta canción. Pero no le hice caso.'' Posiblemente, pero cuesta imaginarse al joven José Alfredo con tanta conciencia mitológica. Quiero ser libre/ vivir mi vida con quien yo quiera,/ Dios, dame fuerzas,/ que me estoy muriendo/ por irla a buscar... Con esta canción se llega a la apoteosis de lo incontenible. Si no grito pierdo la voz. En los sitios afamados por el turismo, el Tenampa o cualquiera de la Plaza Garibaldi, en la celebración de santos y cumpleaños y rupturas, los mariachis acompañan al cliente,Êsumergido en el éxtasis del acabóse. Si concluyó hace tiempo la Revolución Mexicana, nada más queda, en el mapa de las hazañas concebibles, tomar por asalto la trinchera de los sentimientos más auténticos, esos que en la sobriedad y en la vida diaria jamás se aparecen. Ella, bien lo sabe el parrandero, ni lo ha dejado ni se ha extraviado en la selva del desastre, y casi de seguro lo espera en la casa, pero tal consideración es secundaria y, en el momento de la parranda, ofensiva. Lo vital es la sublevación de ese pueblo de la abrupta serranía que cada quien oculta en su almita:
En José Alfredo es notable su recreación de la ``épica sordina'', de ese tumulto en voz baja de los suplicios sentimentales. En su obra concurren el abandono, la necesidad de despedirse de la ingrata, la seguridad de la represalia, la gana de informarle a todos de las provocaciones de esa mala mujer, la muerte de la privacidad, la algarabía alcohólica. El extrae el clamor que contiene el rezongo, el alborozo que el resentimiento suele sepultar. Con el juego entre la voz desatada y la confidencia, José Alfredo se vuelve a un tiempo el clamor de ``lo mexicano'' y el éxtasis de lo popular. Quien no se deja representar por José Alfredo carece ante sus propios ojos de legitimidad emocional.
Los intérpretes
y el redescubrimiento
Si Pedro Infante sitúa el repertorio de José Alfredo como obligación popular (y para el caso, de cualquier clase social), las cantantes de ranchero se responsabilizan de la difusión de otro José Alfredo, el ausente de la fiesta y la cantina y el infaltable en los ritos de la hondura anímica. Estas cantantes -cito a las más reconocidas: Lola Beltrán, Amalia Mendoza, Lucha Villa y Chavela Vargas- despliegan el melodrama de la canción ranchera y le confieren un dramatismo único (en especial Chavela, al prescindir del mariachi, va tan a fondo como se puede). Al despojar a las rancheras del contexto obligado de la fiesta, las cantantes subrayan el desencuentro: ``Por si acaso volvemos a vernos,/ allá cuando nada valgamos los dos.''
A las cantantes les toca revelar las semejanzas (espirituales, melodramáticas) del género con el espíritu del Blues. Si las rancheras no son creación del territorio prostibulario, sí provienen del quebranto del alma y de la renuncia de las ilusiones de ascenso y logro. No sólo se ingresa al círculo de las rupturas del alma, también se admiten las certidumbres de la derrota en casi todo. Por eso, el nacionalismo convocado por las rancheras se inicia en la fiesta y termina en el duelo.
La canción ranchera: revelaciones electrizantes, amaneceres borrosos, plegarias inútiles, jactancias a destiempo, sacralización y demonización del ser humano. ``Cuatro caminos hay en mi vida./ ¿Cuál de los cuatro será el mejor?'' Lo que distingue a José Alfredo de otros compositores es su aceptación sin reticencias del fracaso, incluso del fracaso de la posesividad, y los aciertos melódicos y verbales que acompañan a esta creencia. En el contexto de historias de vida, los lugares comunes cobran de pronto originalidad, y las frases hechas se recomponen y son nada más de la autoría de José Alfredo:
Por costumbre, las cantantes de ranchero son, por así decirlo, impersonales, y se apoderan del espíritu masculino para cantarle a la mancornadora, a la prófuga, al amor de la vida. Nadie piensa siquiera en otras inclinaciones sexuales, el machismo no lo permitiría. Y, por eso, las cantantes integran la perspectiva del hombre y las destrezas de la mujer. Amalia Mendoza ``la Tariácuri'' conduce el melodrama de las rancheras a su agonía triunfal, Lola Beltrán es la hazaña del amor que todo lo magnifica, Lucha Villa es la ternura que no se deja de nadie, y gracias a Chavela Vargas vislumbramos maravillados lo que sigue al extinguirse la fiesta y el costumbrismo, e invadimos la complejidad del rancho.
El don introspectivo, la modulación melodramática, la teatralización del ánimo, la imploración sin arrepentimiento posible, son algunas de las grandes ventajas de las mujeres como intérpretes. Y sólo la estilización perfecta le permite a los cantantes estar a la altura de este repertorio. Un ejemplo: las versiones de Daniel Santos de las canciones clásicas de José Alfredo.
``Yo sé bien que estoy afuera''
Seguramente es ``El Rey'' la canción más divulgada de José Alfredo, la victoria póstuma del desheredado: ``Pero el día que yo me muera,/ sé que tendrás que llorar.'' En José Alfredo, el tema de la marginalidad es predominante, esa marginalidad a la que jamás se renuncia por ser la única posibilidad de lucidez:
No hay mayor alegría que profetizar los tiempos de miseria cuando la ingrata nos abandona. No hay recuerdo más exigente que la puntualidad del machismo: ``Y el que perdone a una mujer,/ que diga que no es hombre.'' No hay deleite más probado que reconocer envanecidos la calamitosa situación nacional: ``Viva México primero/ que aunque estemos como estemos,/ no nos echamos pa atrás.'' No hay regocijo más puro que el reconocimiento del miedo más intenso, el miedo a la pérdida amorosa:
José Alfredo parece acatar dogmas y prejuicios pero, en rigor, su obra es un adiós al machismo tradicional y el ingreso beligerante de la canción ranchera en el melodrama -a fin de cuentas depuradísimo- del barrio y el arrabal.
``El precio de las leyes
del querer''
Con José Alfredo las rancheras prolongan su vuelo de dicha y abismo, al revelarse su núcleo irreductible, la confesión sin tapujos de un fracaso o de un amor enloquecido que son sinónimos de lo realmente importante. (Si en la cultura popular hay una zona de jactancia por el simple y fatigoso y relajiento afán de vida, ésa es la canción ranchera.) Luego, cambia el gusto popular y gran parte de lo que entusiasmó queda fechado. No sucede lo mismo con José Alfredo. El revela como nadie el espíritu de la canción surgida de barrios y bares y cantinas y cabarets y fiestas, donde la dolencia y el quebranto son también de la familia y del grupo y de la clase social.
La vida profesional de José Alfredo es intensa y reiterativa, y él se entrega al exceso, que lo anima y reanima y le ratifica el fatalismo. Gana y derrocha, gana una porción ínfima de lo que es justo por los métodos leoninos de las disqueras y las compañías; gana y se sumerge en el torbellino que genera las canciones y le acorta la vida. Canta en palenques, teatros frívolos, cabarets, televisión, radio. Viaja por América Latina.
José Alfredo Jiménez muere en 1973. Desde entonces es una de las propiedades emocionales de una comunidad sin fronteras.