La Jornada Semanal, 30 de mayo de 1999
El mexicano ha inventado mil maneras de reír por cortesía. Pocas naciones enfrentan la desgracia con tan buena cara. Cuando entramos a la sala de los Gutiérrez y vemos su abrumadora colección de payasos de cristal, sonreímos con entusiasmo cómplice, como si en casa tuviéramos no sólo catorce payasos en fila, sino el circo completo.
Otras variantes de la simpatía son más comprometedoras. La risa nerviosa es el complemento de la pena ajena. De pronto alguien se hunde ante nuestros ojos y nos reímos como afectados por un gas mostaza; en vez de rescatar al protagonista del derrumbe, le brindamos las muecas solidarias de quienes no controlan su sistema nervioso.
Si la falta de sentido del ridículo es voluntaria y reincidente, nada resultaría tan sano y racional como el insulto. Pero un barroco sentido de la amabilidad nos convierte en reos de sonrisa. Cada vez que Julio F. habla en público lucha para contener sus sollozos. Ya sabemos que acabará enjugándose las lágrimas con la ponencia. Lo peor del caso es que él disfruta enormidades con el trance; le importa muy pocoÊincomodar al público porque se concibe como un absurdo torero de las emociones, que se juega el sentimiento en cada lance. Cien veces nos ha cortado la respiración con su voz trémula y desvaída y cien veces hemos puesto cara de ``qué tipazo''.
La risa social está desvinculada del humor; entre otras cosas, porque el humor carece de prestigio en una cultura donde la pompa siempre viaja en busca de la circunstancia. En el reino de la solemnidad y la desgarradura, lo ``simpático'' es lo que resulta tolerable de un modo superficial. Si no sabes qué decir ante los lienzos de ese artista furibundo que pinta con sangre de enfermos de sida, puedes comentar con total impunidad: ``están chistosos''. A nadie se le ocurrirá que hablas con sarcasmo; ``chistoso'' es el adjetivo que equivale a la fría sonrisa con la que sobrellevamos las molestias.
En México, la risa, cuando es genuina, desemboca en carcajadas de mandíbula batiente. Ni siquiera un mariachi reforzado acalla a los comensales que se divierten en serio.
El género menor y más común de la sonrisa mustia es un gesto de decoro ante las muchas cosas que nos incomodan. ``¡Qué falso eres!'', dice con afecto quien sabe agradecer el elogio espurio. Sí, nos encanta fingir, y no debemos avergonzarnos por ello. Para como están nuestras costumbres, la impostura representa un valor humanitario. Siempre hay un amigo que a la menor provocación recuerda que su abuela de Chihuahua tenía sangre cubana, es decir, que él nació para bailarín y sus testigos para abrazar sus húmedas camisas de diez colores y verlo menearse rumbo al éxtasis. Cuando esta criatura desubicada localiza nuestros ojos atónitos al borde de la pista, alza el dedo pulgar y se muerde los labios en actitud de ``qué ritmazo tengo''. ¿Qué hacer en este caso? ¿Decirle que su peso y su edad no concuerdan con tamaño frenesí? ¿Recordarle que ha pasado los mejores años de su vida en poltronas y sofás muy alejados del ejercicio y el Caribe? ¿Confesarle que ni siquiera disecado tendría la firmeza aconsejable en un bailador? Sin embargo, él disfruta tanto con su ridículo que sería cruel desengañarlo. Un atávico sentido de la piedad nos recuerda que estamos en México, donde los valses no se bailan como en Viena ni la salsa como en Colombia y donde toda crítica merece ser refutada con la frase: ``no hay que ser''. Estas cuatro palabras sirven de conjuro. ¿Qué es lo que no-hay-que-ser? ¿Dónde está el Heidegger capaz de pisar nuestro suelo de aserrín y disertar sobre la ontología del mexicano y su ternuchona invitación a no ser? ¿Vale la pena superar una disputa con tal vértigo de identidad: ``tienes razón, pero no seas...''? El raciocinio se supera por vía del sentimiento. No podía ser de otro modo en el país de la canción ranchera, donde es lógico que con dinero y sin dinero (y sin monarquía) uno sea el rey.
Pero la expresión ``no hay que ser'' también tiene referencia colectiva. No sólo se reconviene al que critica sino a quienes lo escuchan. El llamado es difuso y comunitario, un plebiscito que no requiere de explicación ni votos: ``para qué ser como somos si ayudamos más fingiendo''. Nunca la sonrisa es tan participativa como cuando la verdad se encubre en favor del cariño noble.
La risa, que tanto trabaja en pro de la cortesía, adquiere en México una dimensión pánica al enfrentar una catástrofe. Llevemos el tema a cualquier vecindario: dos cargadores de tanques de gas suben la angosta escalera a una azotea; de repente, uno resbala, desliza su pesada carga y golpea la del compañero con un clamor de campana. Los vecinos del edificio se asoman a la escena y se santiguan. ¿Qué sucede en lo alto, donde un hombre sostiene un tanque con las uñas? Algo obvio: al cargador ``le gana la risa'', una risa honda, que no es una afectada pose sino un verdadero ejemplo de la desesperación del mexicano que anda risa y risa.
Si el Titanic hubiera sido nuestro, los buzos habrían encontrado a una tripulación sonriente, que se fue a pique con angustiado buen humor. Esta risa de fin del mundo sólo aparece cuando estamos a punto de soltar un bloque de hielo demasiado grande y hay niños abajo. Pero basta de agraviar al mexicano con sus formas de reír. Todo argumento tiene un límite dictado por la emoción. En otras palabras: no hay que ser.