La Jornada Semanal, dia de enero de 1999
La epidemia
Si por una parte los conservadores asumieron inmediatamente que la culpa de la masacre llevada a cabo por Dylan Klebold y Eric Harris en la escuela Columbine de Littleton, la tenían los medios, los liberales no tardaron en denunciar al fácil acceso que tienen los jóvenes a las armas, lo cual es obviamente un factor importante. No obstante, difícilmente podría decirse que es un fenómeno reciente en los Estados Unidos ya que, desde el tiempo de la colonización del oeste, esta nación ha estado obsesionada con la cultura de las armas y todo aquello que dispare o explote. De hecho, actualmente existe una tímida legislación que controla la venta y el uso de armas, que hace algunos años no existía. Lo cierto es que este no es un crimen aislado sino una epidemia. La matanza de Littleton fue el octavo incidente de su tipo en un periodo de 18 meses, y posteriormente se ha desatado una fiebre sin precedente de amenazas de bomba (particularmente en comunidades de clase media y alta), descubrimientos de arsenales pertenecientes a adolescentes, y ha habido docenas de episodios de violencia escolar, incluso uno en Canadá, en el que un joven mató a un compañero e hirió a otro.
Simuladores del crimen
Uno de los argumentos más repetidos en los medios es que algunos juegos de video, aparte de desensibilizar, condicionar y acostumbrar a los jóvenes a ver desmembramientos humanos y muertes sangrientas, también los preparan para el combate y les enseñan a disparar. El ejemplo más citado es el de Michael Carmeal, un supuesto fanático del videojuego Doom, quien nunca había disparado una pistola hasta el día en que, en 1997, se robó una, entró a su ex escuela en Paducah, Kentucky y disparó ocho tiros contra ocho personas que estaban rezando en un pasillo, atinó todos los tiros y tres estudiantes murieron. En lo personal, horas y horas de jugar Doom no han mejorado ni remotamente mi puntería o coordinación. Difícilmente podemos creer que hacer clic en un mouse o un joystick puede compararse a la experiencia de disparar un armaÊreal. En cualquier caso, el Center for Communication and Social Policy asegura que estos juegos aumentan la agresividad de sus usuarios, y para demostrarlo ofrecen una amplia bibliografía en http://mediascope.org/vidbib.htm
Remedios tardíos
Después de la tragedia, Bill Clinton lanzó un llamado a los padres de familia para que protegieran a sus hijos de las imágenes violentas, para que les enseñaran las consecuencias de la violencia y las ventajas de resolver los conflictos pacíficamente. No obstante, al otro día ordenó a la OTAN intensificar los bombardeos contra Yugoslavia y ``accidentalmente'' fueron destruidos varios blancos civiles. Por su parte, Marilyn Manson canceló cinco conciertos (hoy sabemos que Klebold y Harris despreciaban su música). Hillary Clinton lanzó una campaña en contra de la violencia en los medios. Ha recomenzado el debate en torno al derecho a portar armas y muchos legisladores vuelven a luchar por imponer mecanismos censores en los medios, especialmente en Internet. Sacha Konietzko, el líder de KMDFM tuvo que declarar que ni era racista ni fascista ni promovía ningún tipo de violencia con su música.
La guerra yuppie
Pero ningún legislador o medio informativo ``serio'' se ha atrevido a incluir en la lista de influencias negativas las incesantes imágenes que proyectan los noticieros de otras bombas estadunidenses que están explotando en los Balcanes. Es innegable que el clima de guerra genera violencia a nivel doméstico, tanto en los países atacados como en las naciones agresoras (otra evidencia de esto es la oleada de bombas en Inglaterra). La versión moderna de la guerra estadunidense crea un complejo de invulnerabilidad. Destruir y matar desde las alturas sin correr siquiera el riesgo de ver al enemigo confiere un poder semidivino a los pilotos y a quienes disfrutan de la carnicería a través de las granulosas e impersonales imágenes en blanco y negro de los bombazos. Aunque la guerra de Clinton y Albright tiene un legítimo objetivo humanitario (salvar a los kosovares), no está diseñada como una verdadera campaña bélica (de hecho nadie ha declarado la guerra) ni como una misión de rescate, sino que está concebida como una miniserie televisiva maniquea, triunfalista y antihistórica. Es la guerra sin consecuencias, en la que incluso matar a quienes se supone que se está defendiendo no es demasiado grave. La guerra de Clinton parece imaginada en un arranque de envidia a la generación que peleó la segunda guerra mundial y cuya nostalgia han cultivado especialmente dos cintas: Rescatando al soldado Ryan (Spielberg, 98) y La delgada línea roja (Malik, 98). Es la guerra con que los miembros de la generación boomer y los yuppies (como los portavoces Ken Bacon, Jamie Shea y el secre James Rubin) se imaginan en el papel de Tom Hanks, luchando por una causa moralmente justa, sin por lo tanto estar en peligro de despeinarse o mancharse el traje Armani. Pero también es la guerra en que el riesgo ``verdadero'', en caso de haberlo, recaerá en los soldados pertenecientes a minorías étnicas y las clases bajas (no es casualidad que dos de los tres ex prisioneros de guerra son de origen latino). Klebold y Harris, quienes provenían de una comunidad adinerada, padecían de ese complejo de invulnerabilidad e impunidad que se ha vuelto el sello distintivo de las acciones del gobierno estadunidense.
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