Luego de largos años de esfuerzos democratizadores para tener una legislación electoral a la medida, los partidos políticos que son los actores principales de la transición nos obsequian con una ingeniosa invención que mucho tiene de farsa y retroceso: las precampañas.
Las precampañas son de alguna manera una forma más grilla que inteligente de eludir el juego limpio a que la ley los obliga. Listos como son, los precandidatos aprovechan los huecos legales sacando ventajas de la situación sin temores ni cortapisas. Como se trata de actos internos, regidos por sus propios criterios, durante el periodo de precampaña partidos y precandidatos pueden hacer casi todo lo que quieran con tal de conseguir que su imagen crezca.
Nadie controla los dineros con los que se pagan costosas acciones de propaganda, dejando que los particulares se retraten a placer con la chequera en la mano ante la ventanilla de su gallo predilecto. Exactamente lo contrario de lo que se permite durante el proceso regulado por la ley. En las precampañas casi todo se vale, lo mismo la cargada en el PRI y el PAN que el madruguete en el PRD y allá con su pan se lo coman los militantes activos de cada instituto. Las precampañas, que en algunos partidos son una manera de respirar en democracia, suelen responder, paradójicamente, a los más viejos impulsos de la más vieja cultura política nacional.
Esta prisa por anticipar las campañas formales contrasta con la escasez casi absoluta de planteamientos definitorios. La verdad es que ante tanta superficialidad uno se pregunta si fuera de las formalidades hay algún contenido verdaderamente específico, algo que distinga en positivo a cada partido más allá de sus muy visibles defectos. La batalla de las formas suplanta, en efecto, la guerra de los contenidos, de modo tal que la grisura de planteamientos y el espectáculo desastroso de las precampañas difícilmente pueden servir como estímulo atractivo para la disputa electoral.
Mucho se ha dicho y escrito sobre las alianzas, pero hoy ya es posible advertir que el asunto tiene que ver más con la propaganda que con un planteamiento estratégico, asumido seriamente. Si no se discuten siquiera los temas en los cuales es factible buscar un acuerdo entre las diferentes oposiciones, ¿qué puede esperarse tratándose de los asuntos verdaderamente sensibles, como el aborto y otras cuestiones semejantes, por no hablar de problemas candentes como el de Chiapas o la política económica? ¿Habrá en la campaña presidencial una definición categórica de los partidos sobre estos asuntos? Ya veremos.
Si a todo esto le añadimos el cálculo electoral que lleva a los partidos a esconder bajo un discurso publicitario sus genuinos planteamientos, no debería extrañarnos que antes de tener una democracia consolidada vivamos ya algunos de los rasgos del peor de los desencantos.
Los meses que vienen van a ser particularmente duros. Las precampañas pondrán en tensión fuerzas e intereses muy poderosos que no tienen por costumbre dirimir democráticamente sus diferencias. Problemas aparentemente alejados del escenario partidista adquirirán inusitados perfiles y virulencia y la estabilidad, imprescindible para el proceso electoral, se verá sujeta a enormes presiones y sacudidas. Es probable que el Congreso apruebe algo con relación a las precampañas, pero ¿no sería necesario que los partidos actuaran en este punto con genuina responsabilidad, desde ahora?