La Jornada sábado 5 de junio de 1999

Sergio Ramírez
Rehenes de la historia

Entre las figuras del siglo XX, la más admirable para mí es la de Nelson Mandela. No sólo porque aun desde la cárcel condujo al pueblo de Sudáfrica a poner fin al apartheid, un sistema de discriminación racial odioso como ninguno, o porque como presidente de su país logró demostrar que bajo un gobierno de mayoría negra eran posibles la paz, la democracia y la convivencia; sino también porque como estadista verdadero, en la plenitud de su prestigio, supo decidir el momento en que debía retirarse para dar paso a una nueva generación de dirigentes, y renunció a presentarse de candidato en las elecciones que ahora ganara su sucesor Thabo Mbeki.

Por desgracia, en América Latina suele suceder todo lo contrario. Siempre estamos oyendo de dirigentes políticos, en el poder o en la oposición, que alegan ser rehenes de la historia para no abandonar sus cargos, volviéndose ellos mismos una rémora de las transformaciones democráticas que no sólo sus partidos, sino toda la sociedad necesita. Como si la historia tuviera por oficio rebajado secuestrar políticos para que no se vayan a su casa, cuando deben irse.

Y cuando esos políticos escuchan el clamor que demanda su sustitución, además de escudarse en el argumento de que la historia los ha secuestrado, alegan el pasado en defensa propia. Es decir, se amparan en lo que hicieron antes, luchas, cárcel y sacrificios, hechos obviamente legítimos y admirables; pero allí está la diferencia. Nelson Mandela nunca los ha enlistado en su favor para quedarse, y su humildad jamás hará que de su boca salga el alegato de que es un imprescindible, condenado a ejercer el poder, desde arriba o desde abajo, hasta la hora misma de su muerte.

Esos políticos que se declaran rehenes de la historia nunca pueden alegar el futuro, que se convierte para ellos en una imposibilidad. Olvidan que las sociedades se transforman, se transforman los criterios, las aspiraciones de la gente, y que el pasado heroico no tiene ya validez de argumento político, en la medida en que pertenece a un mundo congelado, e irrepetible. La nostalgia de los hechos pasados pasa a tener entonces un color de decrepitud; y la pretensión de restablecer el pasado para no perder privilegios de poder se vuelve arcaica, y reaccionaria. Es la materia de que están hechos los caudillos a lo largo de toda la historia.

Quisiera dar otro ejemplo de buena conducta frente a las necesidades de cambio que la democracia impone, y que nos toca muy de cerca. El presidente de Panamá, Ernesto (El Toro) Pérez Balladares, perdió un plebiscito por el que buscaba reformar la Constitución para relegirse, respetó los resultados de la consulta popular, y se apartó.

El Partido Revolucionario Democrático (PRD) escogió entonces como candidato presidencial a Martín Torrijos, de apenas 35 años de edad, hijo del general Omar Torrijos. De haber ganado las elecciones, le hubiera tocado presidir las ceremonias de devolución del canal de Panamá a finales de este año, fruto del tratado Torrijos-Carter, por el que su padre luchó contra viento y marea. Pero las elecciones las ganó apretadamente Mireya Moscoso, candidata del Partido Arnulfista, respaldada por una coalición opositora.

Sin embargo, el PRD fue individualmente el partido más votado. Obtuvo la primera mayoría parlamentaria y por tanto una decisiva cuota de poder, pues en un sistema constitucional como el panameño, la Asamblea Nacional tiene facultades decisivas.

Una vez derrotado Martín Torrijos, el poder dentro del PRD, y en la nueva Asamblea Nacional controlada por el PRD, hubiera quedado en manos del ex presidente Pérez Balladares, en su calidad de secretario general del partido. El poder de ajustar la maquinaria partidaria para presentarse de nuevo como candidato en las siguientes elecciones, de poner en orden a los secretarios políticos provinciales, de purgar a los disidentes, y de exigir pleitesías; y por otro lado, de forzar pactos con el gobierno de la señora Moscoso, usando la fuerza parlamentaria.

Pero ocurrió todo lo contrario. Frente a intensos debates internos, disensiones y graves discusiones, Pérez Balladares decidió apartarse. En una reunión del Directorio Nacional del PRD convocada en días pasados, el Comité Ejecutivo Nacional anunció que ninguno de sus miembros buscaría la relección de sus cargos cuando se celebre el Congreso del partido el próximo agosto, el secretario general a la cabeza de los renunciantes. El anuncio fue recibido con una cerrada aclamación de la asamblea.

Mitchell Doens, vicesecretario general del PRD, y uno de los que se van, declaró: ``Es necesario renovar las estructuras y escoger democráticamente nuevas figuras que impulsen un trabajo mejor que el que hasta ahora nosotros hemos hecho''. Es obvio que el camino queda allanado para que Martín Torrijos asuma el cargo de secretario general, y para que los puestos claves de dirección sean asumidos por una nueva generación de jóvenes con nuevas propuestas, y nuevos proyectos.

Pérez Balladares, que se aparta ahora para dar paso a la renovación de su partido, y no obstaculizar la unidad, tiene apenas cincuenta años de edad, y nadie podría decir, por tanto, que se aparta por viejo. Y además, pudo alegar su propio pasado para aferrarse al cargo de secretario general, y quedarse así como jefe de una oposición poderosa. Tras la narcodictadura del general Manuel Antonio Noriega, y la invasión militar de Panamá por las fuerzas estadunidenses en diciembre de 1989, el PRD quedó casi al borde de la desaparición, y él se impuso la tarea de rescatarlo.

El PRD tenía encima el estigma de Noriega, el peor heredero que Omar Torrijos pudo haber sufrido después de su muerte, y Pérez Balladares se dedicó a reconstruirlo, visitando a la gente cada por casa, y tras un arduo y difícil trabajo político lo llevó a la victoria en las elecciones de 1994, alcanzando entonces índices de popularidad nunca antes logrados por ningún otro presidente panameño.

Si Pérez Balladares se hubiera proclamado rehén de la historia para no apearse de la silla, no se hubiera comportado como estadista, y las consecuencias las estaría pagando su partido, expuesto a conflictos internos y amenazas de división. Y en lugar de imponer la censura dentro de las filas del PRD, ordenando que los trapos se laven en casa, prefirió mirar hacia el futuro, y no hacia el pasado congelado.

Eso, al fin de cuentas, es lo que cuenta en la historia personal de un líder. Si se queda empantanado en el pasado, o es capaz de hacerse cargo del futuro, aunque sea a costa de su propio poder. De esta manera, los verdaderos rehenes de la historia vienen a ser quienes no se consideran imprescindibles, y son capaces de obedecerle a la historia cuando les susurra que llegó la hora de irse.