Hermann Bellinghausen
La casa donde nadie se conoce

ƑImporta más dónde amaneces o dónde anocheces? Ay Antara, pregunta idiota, se dice Antara Gatica retorciéndose un mechón que le roza la mejilla. Las noches son largas como el acordeón que hoy patearon y rodó las escaleras en su vívido papel de payaso, suspiró y se estiró sin apretar ya el fuelle.

El amanecer, por el contrario, es corto y casi brusco. Lo atraviesa un misericordioso olvido de la juerga y el desplome de los músicos y sus instrumentos, pero no sólo de ellos, escaleras abajo en el gran salón. Cayó toda la concurrencia, que a eso vino: a perder. El sentido, el dinero, la vergüenza, el miedo. Y lo consideran ganancia.

Cada mañana, Antara Gatica se apropia ese instante, saca el huso de ámbar y a su través mira lo que está más allá de sus manos. Lo que no posee.

Al otro lado del ámbar, las cosas y las creaturas aparecen de cabeza y al revés. Deformes, pachonas, reducidas por el jibarismo de la luz, las mancha el oro sucio del tiempo como serán dentro de algunos años, congeladas en una fotografía por ocurrir, desde ahora compuesta en una fijeza inexistente.

Según su modo, Antara ha sido una persona práctica. Lleva las riendas de la permisiva casa de placeres, malamente llamada del Barandal Roto, da lo que la gente pide pero no se mete en las riñas de los machos, y mucho menos las de las hembras. Las deja ocurrir.

A la manera de los casinos, la casa ofrece y el cliente pone. La casa es de fama, el servicio de primera, lo de menos el precio, dada la satisfacción, y el acordeonista un hombre a quien los danzantes adoran hasta extenuarlo de polkas.

La descarga del deseo agota a los más necesitados. Antes del amanecer ya todos cayeron y roncan, se entreabrazan, sueñan, y mientras sueñan cambian de planeta y dejan de estar en la casa. Para unos es un alivio; para los que la pasaban bien, una lástima.

Antara Gatica, que nunca duerme, sube a su recámara, evitando pisar los cuerpos rodados. Se acomoda en su tocador, descubre la cortinilla del alhajero y extrae el cofre de sus ridículos tesoros: un cristal de roca, un jade oscuro como la ciénaga de su pueblo, y una semilla roja y negra engarzada entre dos varitas de bambú.

Recostados sobre una cama de monedas de oro y sortijas de plata que nunca usa, que nunca toca, guarda en el cofre estos tres únicos objetos que conserva de la infancia. Ni siquiera una cabeza de muñeca. Ay, qué tristeza, y se lleva una mano al seno izquierdo, grande y suave, burlándose de sí misma.

Sin reparar sus decaídos afeites de matrona al final de la velada, se instala frente a su original espejo, perforado al centro y con una puertecilla, trampa al reflejo, y la abre. En vez de su rostro, ve la calle.

Adhiere una punta de dedo al huso, un exquisito trabajo del Báltico, y deja correr el hilo. Ya ves que en su origen, la materia es agitación de átomos en un campo de atracciones magnéticas.

La ventana a mitad del espejo va revelando, como película muda, cuadro por cuadro, la inmediatez de cada uno de los hombres y las mujeres que pronto despertarán allá abajo apretándose las sienes cuando, sin mesar su cabello revuelto, empiezan por preguntarse Ƒdónde estoy?

Entrarán al baño, se remojarán la cara, aplacarán sus greñas, se acomodarán la ropa y los ojos, y se irán sin despedirse, pues todos eran anoche y siguen siendo ahora un montón de desconocidos.

Antara Gatica los ve alejarse por la calzada sin volver el rostro. Ella los recuerda, no olvida ninguno. Los nombres no importan, pero Ƒexiste algo más hermoso y memorable que un rostro?

A diferencia de los que se marchan por la mañana creyéndose perdidos, ella sabe a dónde se dirigen y qué los espera.

ƑY qué? Un conocimiento inútil. No sirve para hacer el bien ni para hacer negocio. Tú dijeras alguna vez alcanzó alguno para decirle lo que ve. Antara sostiene que de nada serviría. La gente, sea hombre o sea mujer, sólo aprende en la práctica. Este no es un mundo para adivinos ni para teorías. Y negocios son negocios.

Ya que uno les puede ofrecer el remedio a su futuro, les remedia la noche liberándolos del presente, que en el Barandal Roto se disuelve al vuelo de la hilacha y el compás del acordeón.