Pablo Neruda, en el más profundo de los lenguajes, que es el de la poesía, describió la libertad así: "Para que nada nos amarre, que no nos una nada".
No se puede aspirar al ideal de Neruda cuando lo que amarra es la geografía.
Resultado de diferentes procesos históricos, raciales, culturales, políticos y económicos, de opuestas e irreconciliables cosmovisiones, Estados Unidos y México comparten una enorme frontera que al tiempo que une separa y que reclama de formas capaces de convertirla en fuente de creativa convivencia.
Todos sabemos, poarque lo vivimos diariamente, que si algo resulta complicado es construir una buena vecindad no sólo entre naciones, sino entre quienes comparten un espacio que cumple la difícil condición de ser común, cuantimás si su dimensión es de 3 mil kilómetros, de los más grandes del mundo y las diferencias son tan abismales.
Está claro que no se puede construir la nueva relación que se hace necesaria poniendo los ojos en el pasado, pero resulta inviable suponer que hay que hacerlo prescindiendo de los referentes que nos explican y determinan.
Si antes del Tratado de Libre Comercio la vinculación entre ambos países era de una gran intensidad, ahora que México se está convirtiendo en uno de los principales socios comerciales de Estados Unidos ello es aún más importante, además de que la globalización económica plantea retos para los cuales carecemos de experiencia, ya no digamos de las instituciones capaces de conducirla.
Si bien muchos de los problemas de México interpelan el despliegue institucional de Estados Unidos, los de aquel país nos impactan enormemente. Por las fronteras cruzan indocumentados y droga, pero también lo hacen el tráfico de armas, la especulación financiera y los impactantes efectos de una cultura que nos es ajena.
Es cierto que muchos de los problemas que ambos países enfrentan reclaman de soluciones conjuntas; sin embargo no es permisible que bajo ese argumento se ceda en soberanía y en la decisión para enfrentarlos conforme a los criterios y alcances de cada país.
La pasada reunión binacional demostró que hay voluntad para atacar los problemas de manera compartida, pero que no terminamos de ponernos de acuerdo en cómo podemos hacerlo.
Quizá la primera condición es aceptar que ni México quiere ser como Estados Unidos ni existe la mínima posibilidad de que compartamos una perspectiva de largo plazo en que su voluntad se imponga, por más poderoso que sea.
Entre las muchas cosas que los mexicanos hemos logrado convertir en rasgo esencial de nuestra personalidad nacional, justamente por el innegable peso de esa frontera común, es a resistir a partir de nuestras ventajas que si bien no se expresan en los fríos números de las balanzas, sí se refrendan en las sólidas instituciones de nuestra sociedad y nuestra cultura. México quiere ser parte de la globalidad económica, pero no aceptará jamás integrarse a una sociedad global.
El punto de equilibrio entre ambas posiciones, seguramente permitirá que algún día lleguemos a mejores y más útiles decisiones acerca del futuro, al que si bien arribaremos al mismo tiempo, lo haremos desde muy diferentes realidades.