El asesinato del popular animador de la televisión Paco Stanley es un hecho ominoso y grave, cualesquiera que fueran los móviles de los homicidas o la moralidad de las víctimas. Se trata de un acto repulsivo y abominable que causa justificada zozobra y temor entre la población. Los hechos sacaron a la superficie el profundo malestar de una sociedad agobiada por la inseguridad, cuya persistencia, a pesar de esfuerzos y programas, es un peligroso disolvente de la gobernabilidad y la convivencia civilizada.
Y eso no solamente por el reto violento planteado por la delincuencia, con su secuela de corrupción e impunidad. La cadena de manifestaciones declarativas que siguieron al crimen también prueba de manera fehaciente que la sociedad mexicana esta dividida y, por consiguiente, debilitada para enfrentar desde la ley y el consenso ciudadano el desafío del crimen organizado.
Para demostrarlo basta un somero recuento. Desde las primeras noticias se desborda una catarata de afirmaciones temerarias, a cual mas irracional: un locutor radiofónico dice, sin morderse la lengua, que las comisiones de derechos humanos son las defensoras de oficio del crimen organizado; ciudadanos ofuscados piden instaurar la pena de muerte, la inmediata aplicación de la ley del Talión y en el colmo de la vulgaridad se evoca a Durazo (el cómico Lechuga).
Según pasan las horas los entrevistados en la calle repiten espontáneamente las palabras de los locutores quienes, a su vez, leen el libreto escrito por sus superiores exigiendo la renuncia del gobierno. Vimos entonces a pequeños políticos buscar su tajada desde el rencor personal; a líderes civiles apostando desde su propio aturdimiento a la confusión, a supuestos analistas leyendo en los acontecimientos un increíble mensaje de advertencia en el Día de la Libertad de Expresión.
En un maratón informativo desusado, durante todo el día se mantiene el mismo tono sin que nadie, ni por casualidad, se pregunte por los móviles posibles del homicidio. Si no es un robo ni tampoco un intento de secuestro, ¿por qué alguien querría matar a un hombre público sin enemigos a la vista? No hay respuesta. A la noche, el pobre Paco Stanley es casi un héroe público, un mártir y el gobierno su victimario.
Parece lógico que la ciudadanía, con justa indignación, impotente y desesperada, no dude un instante en repudiar el crimen y exigir justicia, pero las reacciones de la gente, absolutamente explicables y legítimas, se transforman a su paso por la pantalla en un ominoso capítulo de manipulación mediática contra las autoridades capitalinas, es decir, en un acto político de incalculables consecuencias en un momento especialmente delicado para el país. Se trata de la misma historia de ciega incredulidad que siempre concluye pidiendo mano dura al salvador que venga con los arrestos suficientes. Natural- mente quienes reclaman desde sus empresas con ánimo insurrecto que caigan las cabezas del gobierno no son anarquistas antiautoritarios, sino defensores a ultranza de la autoridad que saben lo que están haciendo.
Pero nada de esto es verdaderamente nuevo. En rigor, estamos cosechando las tormentas de desconfianza y absoluta incredulidad institucional sembradas en los últimos años, la ausencia de un verdadero diálogo nacional capaz de propiciar respuestas eficaces, no sujetas a la rentabilidad política inmediata, cosa que no ha sido posible.
Ya es hora de pasar definitivamente de las condenas sustentadas en la voz pública, manipulada o no, a la investigación de los hechos y al imperio de la ley. La gente está realmente harta de la ineptitud policiaca y, por encima de todo, repudia la increíble impunidad, pero salir de este pantano requiere de un esfuerzo superior de la autoridad, los medios, los partidos, la sociedad civil. Lo otro es la degradación, el abismo autoritario.