Horacio Labastida
Nuestra crisis

Luego del asesinato de Carranza, acunado por los aguaprietistas, se consolidó el frente anticonstitucional que inició Alvaro Obregón al canjear el reconocimiento de su gobierno por la infracción del artículo 27 de la Ley Suprema, por la cual los recursos petroleros quedaron en manos de concesionarias extranjeras. En medio de la insondable miseria de la población, los políticos y sus amigables empresarios transnacionales celebraron el ingreso de caudales faraónicos a sus voluminosas cuentas particulares; esto entre sonrisas complacientes de la Casa Blanca. Pero la burla de los valores exigidos por el pueblo y avalados en el constituyente de 1917, no se satisfizo con el hartazgo de hidrocarburos. Muy pronto el régimen Obregón-Calles impuso la reelección presidencial, bufóse del sufragio efectivo y consolidó el autoritarismo con dos hechos abochornantes. La jefatura máxima de la Revolución, corona de Calles en 1928, fue el primero; el segundo, heroico, para el pueblo y homicida para el gobierno, ocurrió cuando la sociedad civil, encabezada por Vasconcelos, sufrió en sí misma el desastre de sus valores éticos y políticos en manos de las armas militares y policiales del Jefe Máximo y Portes Gil, masacre que culminaría en Topilejo, hacia 1929. Así, en brevísimo decenio (1920-30), la República, consternada, contempló el derramamiento de las fuentes históricas de su crisis contemporánea; día a día sus más altos ideales éticos se ven asfixiados por la acción de gobiernos servidores de las elites locales y metropolitanas del capitalismo industrial.

El constitucionalismo cardenista de los años 30 no pudo detener el desmoronamiento de los apuntalamientos nacionales y sus efectos devastadores. El sol no se tapa con un dedo. Las masas campesinas y obreras están empantanadas en medio de su creciente miseria, porque el campo está ocupado por maquiladores de insumos extranjeros, y los obreros continúan bajo el férreo charrismo que puso en marcha el régimen de Miguel Alemán. La imaginaria industria nacional es mero apéndice de la industria internacional, y las empresas financieras mexicanas son operadas por empresas financieras no mexicanas junto con los principales recursos económicos de la nación, sin que tales medios hasta la fecha sean recobrados o sustituidos por otros que se correspondan con nuestros intereses.

Dos elementos configuran nuestra crisis contemporánea. Uno es el choque entre el gobierno y el Estado que representa, al infringirse sexenalmente las regulaciones supremas aprobadas por los revolucionarios, en 1917; el otro, en buena parte efecto del primero y sin duda gravísimo, es el traslado autoritario e indiscriminado de una economía que pretendió ser nacional hacia la economía global que manejan los gigantes multinacionales, necesitados sobre todo de los insumos materiales y humanos del país.

En el escenario de la crisis moral y política que padecemos hay una aterrorizante escenografía de crímenes, miserias, acaudalamientos corruptos, buro- cracias oficiales y no oficiales vinculadas al delito organizado, supeditación de libertades y soberanía a opresiones extrañas y una dirección gubernamental que aplaude equilibrios macroeconómicos rodeados del hambre de las familias. La mentira triunfa sobre la verdad y el vicio sobre las virtudes, sin que aparentemente tales victorias encuentren el punto final contenido en la toma de conciencia política del pueblo, única fuerza capaz de impedir el desastre. Sin embargo, las tristezas no olvidan las lecciones de nuestra historia: la única salvación de la patria es su sociedad; así ha sucedido desde 1910 y seguramente sucederá en el ocaso del presente siglo.