La Jornada viernes 11 de junio de 1999

Pedro Miguel
El fin de la guerra

Este hombre ha dejado de blandir el retrato de su hijo muerto, lo ha guardado en la cartera, ha dejado de llorar y se ha puesto a caminar hacia atrás, con cierta desesperación, por el camino que va a Pristina. Es un trayecto largo, pero conforme avanza, siempre de espaldas, el polvo del camino se desprende de su cuerpo, el hambre desaparece de su vientre y la sed, de su gaznate. Siempre de espaldas, se detiene ante una tumba reciente y artesanal, y una pala tirada al lado del camino brinca a su mano. La empuña, con los ojos nublados, y ve cómo la tierra del sepulcro se va juntando en pequeños montones que saltan hacia la pala. Entonces él los arroja por sobre su hombro, y detrás de él se forma un promontorio. Así, hasta que queda al descubierto una pequeña caja. El las saca de la tierra con mucho cuidado, mientras del suelo brotan unas gotas de agua que se elevan y van a clavársele en los ojos. Luego se echa la caja al lomo y se va, caminando de espaldas, a un sitio no lejano, marcado por la desolación, el humo y las llamas. Desempaca a su hijo muerto y lo coloca amorosamente en el piso. Las gotas brincan de la tierra a sus mejillas, ascienden por la barba de varios días hasta los lagrimales y se disuelven en su mirada.

Otras personas se congregan para depositar cadáveres en el sitio, con gestos y sucesos similares. Las costras de sangre en los muertos se ablandan. Afloran manchas rojas en diversas partes y de ellas surgen tentáculos líquidos que buscan a sus respectivos cuerpos, luego ascienden por brazos y troncos hasta alcanzar la entrada de las heridas. A lo lejos se escucha el rugido de una turbina. Los deudos corren, de espaldas, para alejarse del lugar. En el horizonte aparece un escuadrón de aviones de la OTAN que se aproxima en reversa. Vienen a sacar de entre los fallecidos y de entre los escombros las semillas de la muerte.

Las aeronaves, de cola, se acercan peligrosamente a la superficie. Se escucha una explosión. En una fracción de segundo, las esquirlas, los explosivos de alta eficacia, el humo, el polvo y las llamas, se comprimen en unos estuches con forma de supositorio y que llevan pintada la bandera de Estados Unidos, o de Francia, o de España, o de Inglaterra o de Alemania. Los estuches vuelan hacia arriba hasta adherirse a las alas de los aviones, y éstos empiezan a cobrar altura. Abajo se ha producido el milagro. Los que hasta hace unos momentos estaban muertos y destripados vuelven a caminar. No se han enterado de nada. Los edificios en llamas se reconstituyen. Reina el agobio, la pesadumbre y, también, la vida.

Los aviones se han ido, volando de espaldas, en dirección a sus respectivos países. Unas horas más tarde aterrizan, siempre de cola, y sus pilotos llevan en el corazón la alegría del deber cumplido. Han salvado de la muerte a los serbios y a los kosovares, y ahora sólo falta que los artilleros desmonten de los raíles los supositorios metálicos que guardan en sus entrañas las semillas de la destrucción. Esos contenedores serán enviados de regreso a naciones bondadosas poseedoras de grandes plantas fabriles en las que se separan y aislan los componentes de los estuches y luego se envían a otras fábricas que los descomponen aún más, y después, las sustancias primigenias de la destrucción se entierran en minas profundas para que no hagan daño a nadie.

Unas horas antes, en Bruselas, Javier Solana, con cara de pesar, ha tomado una pluma fuente y ha colocado sobre su escritorio un documento solemne que lleva su firma. El funcionario pasa la punta de la pluma por sobre su rúbrica, de derecha a izquierda, y el aparato de escritura absorbe la tinta. Luego un empleado lleva la hoja a una máquina que extrae el tóner de la declaración de guerra y la deja convertida en un papel en blanco que irá a apilarse en una resma. La paz ha llegado a Yugoslavia. Más de dos mil muertos fueron devueltos a la vida gracias a la acción salutífera de los aviones de la OTAN.

Los policías serbios han extraído los proyectiles de los cráneos de los asesinados y éstos han recuperado el habla, los movimientos, la preocupación o el gesto fanático. Los policías han tomado los proyectiles y los han colocado en la recámara de su arma. Luego entregan las balas a sus superiores. El gobierno de Belgrado realiza atrocidades en Kosovo, pero éstas tienden a reducirse. En las próximas escenas, se realizarán operaciones similares de pacificación y resurrección en Bosnia. Los huesos del genocidio se cubren de carne en un periodo de dos años. La putrefacción se revierte en dos semanas. Los obuses que contienen la sustancia de la muerte son enviados a las fábricas para su desactivación. Luego vendrán Croacia, Eslovenia y Macedonia, cuyos líderes repetirán la acción de extraer la tinta de sus firmas independentistas y sus naciones estarán integradas en la federación Yugoslava, un país pobre y con muchos problemas pero en el cual reina la paz. La última escena presentará un Estado que es ejemplo de tolerancia y convivencia entre diferentes, y en el cual la vida humana se respeta porque es valiosa por sí misma. En ese mundo, que no es precisamente idílico, a ningún socialista español y a ningún político liberal estadunidense les pasa por el seso mandar aviones de guerra a destruir los cuerpos, las fábricas, las casas, los colchones y las sillas de los yugoslavos, y ningún yugoslavo en sus cabales puede concebir que algún día deambulará por los campos fronterizos de Kukes con los ojos llenos de lágrimas y el retrato de su niño muerto entre las manos. La película ya está rebobinada.

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