Los últimos acontecimientos apuntan a percibir a una jerarquía católica dividida y con pugnas. En torno al caso Posadas, monseñor Luis Reynoso, de Cuernavaca, y monseñor José Fernández Arteaga, de Chihuahua, de hecho, contradicen al cardenal Sandoval en su postura sobre el complot; la posición de la mayoría de los obispos mexicanos condicionando al cardenal Norberto Rivera en la última asamblea en torno a la administración y al manejo de los recursos de la Basílica de Guadalupe (Proceso, 1178); recordemos las tensiones en vísperas de la visita del Papa en que la mayoría de los obispos se opusieron a que el Pontífice inaugurara la suntuosa catedral de Ecatepec; y si nos vamos más lejos, las opiniones encontradas de los prelados respecto de don Samuel Ruiz. Estos hechos nos indican que existen diversas diferencias, discrepancias y confrontaciones en el seno de la jerarquía que había sido muy celosa por mantener una imagen no sólo de unidad sino de uniformidad. El entorno histórico lo explica, un Estado mexicano autoritario y anticlerical y, por otro, excesivo protagonismo de Roma que depositó en Jerónimo Prigione, la conducción e interlocución de la Iglesia católica de nuestro país.
¿Hasta dónde la Iglesia está dividida o por el contrario a pesar de sus diferencias se presenta hasta compacta? En primer lugar, la Iglesia está inserta en la sociedad y, por lo tanto, convive, recibe y participa de las diferentes corrientes ideológicas, sociales y políticas. Como toda estructura, la Iglesia católica refleja las diferencias sociales, las hace suyas y las procesa conforme a su propia identidad, práctica y tradición. Las crisis, las disputas y las coyunturas humeantes las suma a sus discrepancias internas. Ante la circunstancia actual, la Conferencia Episcopal experimenta la definición de sus nuevos e internos liderazgos, los formales y los reales; digamos que aún no se ha superado la fase posprigionista, ya que en torno del anterior nuncio los obispos se ordenaban a favor o en contra. Los liderazgos episcopales que no acaban de asentarse, y muy pronto veremos ante el caso de Raúl Vera, obispo coadjutor de San Cristóbal de las Casas, una nueva prueba de unidad y de diversidad.
Tanto los cardenales Rivera Carrera y Sandoval Iñiguez han pretendido asumir, de manera brusca, un liderazgo que aún no madura y, por el contrario, han creado reticencias frente a una mayoría silenciosa, es decir, frente a un sector numéricamente significativo de prelados que tienen menos protagonismo, con un perfil discreto, como sería el caso de Luis Morales, de San Luis Potosí, y Sergio Obeso, de Xalapa, entre otros. En los diversos grados de tensión, los obispos, más que poner en duda la autoridad y legitimidad de los cardenales en cuestión, parecen contestar la manera de cómo ejercen esa autoridad. Afloran desconciertos internos especialmente cuando éstos encaran a los medios y se ven obligados a pronunciarse con claridad. Se percibe aun un cierto desorden.
La Iglesia es una institución no monolítica, sus niveles de intervención social se presentan desde la jerarquía, el bajo clero, las organizaciones laicales, además de la intervención internacional del Vaticano. Encontramos desde grupos conservadores y ortodoxos como Provida, hasta grupos diametralmente opuestos como Católicas por el Derecho a Decidir, concepciones políticas a la derecha como sectores del DIAHC, hasta grupos pro-Marcos, entre católicos de izquierda. La jerarquía no escapa a esta realidad. Si bien hay disciplina y existe una doctrina que funciona como eje vertebrador, también es cierto que la diversidad es mucho más amplia y extensa de lo que imaginamos. El episcopado mexicano es relativamente joven, sobre todo si lo comparamos con otros episcopados, particularmente europeos. Un gran porcentaje de los obispos actuales tiene entre 40 y 60 años, lo cual significa que el grueso de los más de 100 obispos actuales serían particularmente los mismos hasta el año 2020. Esta juventud episcopal es fruto de una reconversión y un proceso de relevos que se ejecutó durante el periodo de Prigione.
Es importante que reconozcamos y nos habituemos a las diferentes e incluso, a las discrepancias religiosas. No sólo porque la Iglesia está lejos de ser monolítica, sino porque las interpretaciones, prácticas pastorales, redes de articulación social y preferencias políticas, responden a un país plural, no hay pérdida de identidad, por el contrario, el debate, el diálogo desde posturas diferentes, ayudarán a avanzar a una catolicidad que ha estado, por lo menos después de la guerra cristera, muy habituada al autoritarismo religioso, al triunfalismo clerical y a un pobre nivel teológico. Por ello, polémicas internas son bienvenidas, no con el afán de incrementar el espectáculo virtual ni desdibujar la identidad estructural, por el contrario, de construir con fidelidad la misión en un contexto de cambios y de mayores exigencias.