n Convertida en carne y canto se adueñó del escenario en el Metropólitan


Diamanda Galas hizo delirar a sus fervientes y nacientes fans

n Ofreció sesenta minutos y 13 composiciones con el músculo de la voz y el gesto del alma

Pablo Espinosa n He aquí que un prodigio sucedió: la reina de las tinieblas luminosas, el mito, la medusa, la sirena, la esfinge, la virgen, la walpúrgica, la escultura de Miguel Angel, La Piedad, convertida en carne y canto, la señora Diamanda Galas se sentó durante, exactos, 60 minutos frente a un micrófono y un piano y detuvo el tiempo, revolcó en la butaca a sus fervientes y a sus nacientes seguidores, llevónos a todos hacia un dulce delirio, hizo de nuestros cuerpos y entendederas un territorio libérrimo donde la fiebre súbita, el éxtasis cenital, el clímax y su consecuente estado de lubricidad, orgasmo y pasmo, tuvieron secuencia fascinada de la misma manera que una flor estalla en sus colores y rubores.

Entre las tinieblas, lanza diamantina y galáctica Diamanda Galas al aire engalanada dinamita: el músculo de la voz, el gesto del alma y en el momento en que suena Insane Asylum los cuerpos pierden peso y gravitan los espíritus junto a la carne que temblorosa los acoge. Gloriosos, los habitantes de todas y cada una de las butacas del teatro Metropólitan la noche del jueves hallaron el camino de la gracia.

Tercera caída del ángel

Diamanda Galas, en vivo, descomunal alarido de huracanes, puñetazos lanzados de la misma manera que un ángel besa y que lleva en sus alas la sonrisa, en su desnudez la gracia, un martillazo -el mango del martillo quema, la cabeza del martillo que golpea está forrado de caricias, flores, vértigos- en pleno bajo, bajísimo, enaltecido vientre. šOh, que descienden del Hades los arcángeles y suben del cielo los caídos! šOh, que no hay manera de escapar de tan intenso, frenético delirio! šAh, que del piano saltan clusters, ráfagas de lava, viento, racimos de notas que chocan en el aire, nota contra nota, punto contra punto, contra la emisión de voz de la sublime, virga cultus nescia, ave nobilis venerabilis, flor de espina hendida, la incuestionable, la excelsa Diamanda Galas! En medio del huracán, presa del torbellino, a mitad del ritual-concierto que es más que ceremonia, catarsis, iniciación y crispamiento, un muchacho exclama: no puedo más, es demasiado, no puedo con tanta maravilla. Y vase, henchido de placer.

Diamanda Galas en su tercera visita a México. Si en 1978 era una par de Cathy Berberian (la mujer de Luciano Berio), la idónea vanguardia para el entonces naciente Foro de Música Nueva, en 1994 fue un ángel benigno contra la histeria moral: se presentó en el teatro Manuel Doblado de la ciudad de León, Guanajuato, sin que Pro Vida ni las voces reaccionarias se percataran de su presencia. Medio millar de feligreses llegamos por carretera: en la primera parte, la Diamanda del mito y la leyenda, la mitad superior del cuerpo desnudo, untado en aceites y las luces de Dan Kotlowitz, ejecutando piezas de Vena Cava y de Plague Mass, ese manifiesto artístico contra la homofobia, contra la discriminación y maltrato a los enfermos de sida, en favor de la vida. La segunda parte de aquella sesión histórica consistió en el set completo de The Singer, el álbum para piano y voz con harto blues de la Divina.

Esta tercera caída del ángel consistió en la puesta en vida de Malediction and Prayer, su reciente disco que fue grabado en vivo en una serie internacional de conciertos entre 1996 y 1997 y que elonga hasta la fecha y cuya siguiente estación será la Knitting Factory de Nueva York, después del Metropólitan, cosa ésta que ocurrió anteanoche y que inició con la estrujante Iron Lady: la lengua es colibrí suspendido en el pozo de su garganta, ave sobre cenote sagrado. Hiéndese el bisturí en el alma, inicia la ceremonia de catarsis. Canta Diamanda. Enciende. Exulta. Limpia. Purifica. Cura.

The thrill is gone, ese blues que en el di sco reciente de B.B. King es entonado al alimón entre Lucille y Dios, es decir Eric Clapton, queda convertido en polen mágico, flor de belleza aterradora que nace, crece, se reproduce y nunca muere en el canto de Diamanda que está sentada al piano y canta y lo que se ve y escucha es el equivalente exacto a las cabezas de todos y cada uno de los habitantes del butaquerío, flotando, consoladas, en su vientre. La Piedad.

Transmutarse en luz

No hay en el planeta un trabajo artístico de las dimensiones colosales de Diamanda Galas. El cultivo ácimo de la señorísima Meredith Monk, las aventuras berianas de Berberian, los jugueteos de McFerrin, los muchos senderos fascinantes que transita una pléyade comprometida con la voz como instrumento sonoro, palidecen frente a la férrea disciplina, el sortilegio y los resultados de apabullante solidez de esta creadora fulminante y, como pocos también en el planeta, adoradora de la música de Mozart, a quien entiende a cabalidad tal que el sueño guajiro de muchos de nosotros consiste en un espectáculo de Diamanda a partir de la música vocal del ángel Mozart.

Resonancias. El cuerpo es resonancias y es luz. Si el momento de máximo placer, tantísimo que quema, fue la ejecución de Insane Asylum, hubo instantes de eternidad, de paroxismo inenarrable, como el kyrie personal de la compositora en Supplica a mia madre, en la pasión desgarradora cantada en español de Si la muerte (viene y pregunta por mí/ hazme el favor/ de decirle que vuelva mañana/ porque no he terminado un poema/ ni he ordenado mi ropa para el viaje/ ni he conocido hijo/ ni he conocido el olor de la rosa que no ha nacido/ ni he dado a mi novia un beso de despedida) de 13 piezas ejecutadas en muchas lenguas, en griego, en latín, en italiano, en español, en inglés, en francés, en cuerpo, en sangre, en vida, si todos esos instantes fueron teñidos de gracia, ensalmo en canto y purificación, el final del recital, con la pieza 25 minutes to go, fue una completa, fidelísima epifanía: el relato del tránsito de la vida hacia la trascendencia, la canción de una agonía: me faltan 25 minutos para morir, 20, 9, 2, me voy. Y vase, cantando, Diamanda y lo último que dice es lo que hace: me convierto en luz. Vibra su cuerpo en canto, encanta, tremolan sus huesos enteros, todas y cada una de las notas que entona hacen retumbar la Tierra, desaparece de la escena, convertida en luz, entre tinieblas (como si El Bosco pintara como Fra Angelico, como si los pintores naive devinieran tenebristas, y viceversa) y queda una luz, que volverá a ser habitada por dos piezas de regalo pero nadie quiere irse. Santísimo y laico delirio. Han transcurrido, exactos, 60 minutos y trece composiciones. La Pasión según Diamanda Galas. Los efectos son devastadores. Una sensación de plenitud, eufórica ternura, invade los receptáculos de los espíritus que flotan sobre las butacas. Las alas de la victoria de Samotracia sonríen.

Loor, Diamanda Galas.