En su ensayo Milenio, el escritor Jacques Attali divide al mundo en dos épocas, según los instrumentos que se utilizan. Dice que antes, probablemente hasta ahora, aunque cada vez menos, estos instrumentos estaban fundamentados en la manipulación de la energía, ``no en la de la información que caracterizará los tiempos venideros''. Este ensayo, que en francés se llama Líneas de horizonte, fue publicado en 1990; nueve años después no es difícil advertir que, efectivamente, el mundo se mueve al ritmo, cuando no al antojo, de los que manipulan la información.
La idea de Attali es desde luego más amplia, cuando escribe información se refiere al registro de los sucesos que afectan a una persona, desde la guerra en Kosovo hasta la presión arterial o los reflujos de su hígado; todo puesto en una pantalla que traerá amarrada en la muñeca o a un lado del ojo izquierdo o implantada como chip en algún territorio fincable del cerebro.
En esta idea amplia de Attali, cabe completa la industria de la información, ese negocio muy rentable que da empleo a millones de personas y que tiene que generar permanentemente noticias, aunque no las haya. La descripción verbal de un suceso es la versión inexacta de éste, porque están de por medio las palabras y, como se sabe, éstas son nada más alegorías de las cosas que nombran. Esta es una distorsión a la que está sujeta cualquier puesta verbal de los hechos; la noticia, que es también una puesta verbal, está además jalonada por los intereses, las deudas, los caprichos, las pulsiones y las obsesiones de quien la dice o la escribe. Dejemos de lado a quien la escribe, porque no cuenta con ese factor de inmediatez que tienen los que hablan por radio o televisión; ignoremos momentáneamente al radio que nunca tendrá los niveles de audiencia ni de impunidad que tienen las cabezas parlantes que lanzan noticias desde la pantalla.
El poder de los que manipulan la información se convirtió el pasado lunes en asunto espeluznante. La noticia de la muerte de Paco Stanley, para quien la oyó una sola vez y evitó el aderezo ideológico de los comunicadores, era un caso clarísimo de ajuste de cuentas; bastaba haber visto un par de películas de Robert de Niro en su papel de mafioso para llegar a esa conclusión.
Los que se quedaron expuestos al aderezo, esa suerte de ``dip'' que lo enturbia todo empezaron, a los pocos minutos, a condenar la (siempre condenable) inseguridad que existe en la ciudad de México, cuando el asunto era, a todas luces, un conflicto previamente establecido entre dos personas o bandos que pudo ocurrir, ¿por qué no?, en Lagos de Moreno, Jalisco, o en Uruapan, Michoacán. Pero esto no era importante, los comunicadores iban ya tras la santificación de Stanley, sin reparar, porque ya se habían ocupado de digerir bien su recuento oblicuo de los hechos, en que aquel que muere de esa manera terrible tiene, de entrada, cola que le pisen; basta haber visto esas dos películas de De Niro para llegar a esta otra conclusión. Y la noticia siguió creciendo, los comunicadores, en un acto inolvidable de poder, deshicieron la programación de sus canales para llenarla con la noticia del día, que para esas alturas ya había alcanzado un nivel informativo escalofriante: la noticia de la víctima era mucho más importante que la víctima.
Hay una película que recientemente se exhibió en los cines nacionales, El show de Truman. Es la historia de un individuo que al nacer es puesto en un escenario enorme de televisión para representar involuntariamente, durante toda su vida, el programa de más audiencia. Las cámaras siguen a Truman desde que nace; sus padres, sus amigos, sus jefes y sus novias son actores, el mundo en el que vive es un set, todos en el planeta lo saben, menos él. Al día siguiente, en un noticiario matutino, dedicado casi en su totalidad al asesinato del locutor, un enviado empezó a mandar su reporte desde el hospital donde se encontraba herido uno de los colegas de Stanley. El locutor que estaba en cabina interrumpió la verbosidad del enviado para preguntarle: ¿oye, y ya le dijeron que murió Paco? El enviado, ya menos verboso, respondió: no, nada más sabe que está gravemente herido. Este diálogo, que en otra situación hubiera sido normal, rebasó los niveles altísimos de impunidad informativa que hasta entonces había ganado la noticia de la muerte de Stanley: en el mejor estilo del Truman show todo el país se enteraba, en directo, de que esa persona no sabía que su amigo estaba muerto.