Termina la semana y las aguas reales y virtuales del verano caliente mexicano desbordan sus precarios, debilitados, diques. Mientras el Presidente nos anuncia el advenimiento definitivo de la consolidación democrática, los actores por excelencia de ésta, partidos, medios, funcionarios, se encargan de darle rudo y duro mentís a la oferta-compromiso presidencial: todo va del descontrol al despropósito.
Al calor del asesinato brutal y artero, que va más allá de los motivos del criminal y la trayectoria de las víctimas, los medios de información se salieron de control. Pronto, dieron cuenta también de su pobre capacidad de autogestión racional y, digamos, moderna. Del simplismo mediático se pasó de un golpe al tremendismo informativo sin cauce ni medida, al más salvaje y grosero mercado del rating, para luego, ante el susto, buscar en el cinismo tradicional la mejor manera de controlar el daño.
Hubo de todo: una utilización desvergonzada de los recursos públicos concesionados para fines de política personalizada y partidista, despliegue de machismo empresarial, defensa sin recato del interés partidario, violación de la norma jurídica más elemental, uso de la caricatura para infamar y difamar personas. Todo ello, o casi, en los límites de la subdesarrollada y ridícula legalidad que rige nuestra comunicación social, pero eso sí, sin admitir por un minuto que es por ese hueco institucional injustificado e injustificable por donde todo lo logrado en estos años en materia de libertad real de expresión, se puede ir al vacío. Eso queda, en todo caso, para después del diluvio.
La política democrática ha sido recurrentemente afectada, rodeada y acosada por el delito organizado y la corrupción pública que sin remedio lo acompaña. La credibilidad de México en el exterior ha encontrado en esta terrible asociación el principal obstáculo para afirmarse, y los grandes avances hechos en los últimos años por pueblo y gobierno en materia política son puestos una y otra vez en entredicho por la irrupción de violentos episodios criminales, o el manejo intencionado de "grandes" revelaciones que casi nunca llegan a los hechos o los tribunales.
Partidos, negocios, funcionarios y medios de información de masas, son puestos en la picota por la gran prensa internacional, mientras que unos grandes empresarios son llevados a juicio por la Reserva Federal por faltas administrativas y, afirman los corresponsales, por lo que venga después.
Dentro del país uno de los tres grandes de la banca se desploma y en las cúpulas se dividen, se aconsejan y preparan las maletas. Curioso, ominoso eco de esta semana terrible, que termina con los diputados americanos decidiendo en Washington la militarización de la frontera, mientras los soldados rusos se equivocan de destino y entran en Kosovo.
El desorden mundial no puede ser pretexto para este funesto carnaval doméstico donde los pocos bienes públicos que hemos logrado construir en estos difíciles años de cambio se ponen a remate. El fin del milenio y la llegada del banquete democrático, no deberían servir(nos) para decretar el cierre de la empresa mexicana de este siglo sino para, en todo caso, hacer su obligado, urgente balance.
Se empeñó lo mejor que tenía el país en erigir un Estado digno del apelativo de nacional y se buscó, al menos en el discurso del poder, hacer de México un país de ciudadanos que tuviese en la justicia social su divisa mayor.
Llegamos al término del calendario exhaustos y sin grandes logros en esos empeños, pero a la vez en posesión de una experiencia larga y dolorosa y con un espíritu público educado en la adversidad y abiertamente embarcado en la realización positiva del reclamo democrático. Estos son, hoy, nuestros raquíticos activos.
No hay, pues, de qué presumir. Sí tenemos, en cambio, con qué retomar el hilo de una conversación interrumpida de nuevo por el ruido de la política hecha desde el delito y, de esta manera, sentarnos a la única mesa de cuatro patas con que hoy contamos: la de la voluntad de hacer un país habitable a partir del ajado orgullo que nos queda. No es poca cosa, si volteamos aunque sea por un momento a ver el mundo parchado y horadado de la globalidad otánica.
El tiempo apremia, porque es esa y no otra la globalización con la que hoy hay que lidiar. Pocas promesas, demasiadas restricciones. Más de una amenaza.