MAR DE HISTORIAS
Sin salida
n Cristina Pacheco n
La enfermera entra en el cuarto, pasa junto a la silla donde duerme Rosario y se detiene ante el tripié con el suero. Ajusta el aparato y las gotas del líquido resbalan con mayor lentitud. Escribe algo en el expediente de Gabriel, le echa un vistazo al niño y, aunque lo ve con los ojos cerrados, le dice: "A las seis te toca la merienda."
A Gabriel, que sólo finge dormir, le simpatiza la enfermera. No se lo ha dicho porque si lo hace ya no podrá permanecer en silencio. Decidió adoptar esta táctica defensiva desde que abrió los ojos y vio las paredes blancas. Le tomó minutos darse cuenta de que se encontraba en el hospital. "No me morí". Pero estuvo a punto. Su madre se lo repite a los médicos y a los pocos que han ido a visitarlo.
La primera fue su madrina Rosario. Cuando volvió en sí y la vio, Gabriel no sabía que llevaba 72 horas en el hospital, que las enfermeras habían obligado a su madre a irse a descansar, ni que su padre, con un cigarro sin encender entre los labios, iba de un lado a otro del corredor tratando de explicarse los motivos de su hijo para intentar suicidarse a los nueve años.
II
Sin fijarse que entorpecía con su ir y venir el de las enfermeras y los visitantes, José recordó que a la edad de Gabriel, soñaba con abrazar las actividades más riesgosas: torero, paracaidista, explorador. Sin embargo, nunca pensó en quitarse la vida, ni siquiera cuando murió Damián, su hermano mayor. En memoria suya y a costa de muchos sacrificios, José logró recibirse de ingeniero químico.
"ƑY de qué sirvió?", murmuró en el corredor del hospital. Un médico creyó que se dirigía a él y le preguntó qué se le ofrecía. José lo reconoció: era el doctor que los había recibido en la puerta de emergencia el domingo por la noche, cuando llegó al hospital con su hijo entre los brazos y su esposa Ana suplicando a gritos: "šPor favor, salven a mi niño!"
Agradecido por la amabilidad del médico, José creyó necesario disculparse: "Salí a caminar un poco. Dejé a Gabriel con su madrina Rosario". Luego quiso saber cuándo podrían llevarse al niño a casa. "El viernes, si reacciona tan bien como hasta ahora", respondió el médico y siguió su camino. José miró el reloj. Decidió llamar a su esposa y fue hacia el teléfono público. Allí encontró a una mujer que hablaba a gritos: "šLe agarró el dolor y me lo traje al hospital. Está en observación. Parece que no tendrán que operarlo!" La mujer colgó y sin motivo se volvió hacia José: "Perdone".
José pensó en lo que él daría por estar en la posición de la desconocida y atribuir la estancia de su hijo en el hospital a "un dolor" y no al hecho de que el niño hubiera intentado suicidarse. "Fue mi culpa. Debí poner las pastillas en otra parte", gimió Ana el domingo en la antesala de emergencia, mientras esperaba que le salvaran la vida a Gabriel.
"No digas tonterías", contestó José. "Soy el único responsable de lo sucedido". Las personas reunidas en la sala se volvieron a verlos. José lo advirtió y con una mirada le impuso silencio a su mujer. Ana inclinó la cabeza y quedó inmóvil. Parecía dormida pero fue la primera en correr al encuentro del médico. "Doctor Salas, Ƒcree que Gabriel se salvará?" A José le pareció que no su mujer, sino un personaje de telenovela, hacía la pregunta. La sonrisa del médico fue la mejor respuesta, pero Ana quiso saber más: "ƑQuedará bien?" El doctor Salas llevó al matrimonio hasta el rincón más apartado: "En unos días su hijo estará repuesto físicamente. Lo que me preocupa es la cuestión emocional. ƑHan pensado llevarlo a un psiquiatra?" El médico adivinó el efecto de sus palabras y aclaró: "No es que el niño esté mal de la cabeza, pero es obvio que necesita ayuda. No es lógico que a su edad quiera quitarse la vida".
Ana empezó a llorar. José intentó calmarla pero esta vez ella no le hizo caso y gritó: "šEn la familia todos somos católicos! šGabriel nunca ha visto malos ejemplos! šNunca lo hemos maltratado ni sometido a presiones!" El doctor advirtió un brevísimo intercambio de miradas entre los esposos. El magnavoz impidió explicaciones: "Doctor Salas, favor de presentarse en emergencia." Al despedirse el médico les aconsejó: "Necesitan comer algo, vayan a la cafetería". Obedecieron.
III
Ana se sorprendió de que a esas horas, en plena madrugada, hubiera tantas personas comiendo. José se ofreció a ir por el café. Bebieron en silencio hasta que Ana quiso saber en qué pensaba su marido. El tardó en responder: "En lo que le dijiste al doctor: que no hemos maltratado ni presionado a Gabriel".
Por el parpadeo de su esposa José comprendió que ella sólo fingía no entender, y añadió: "Lo agobiamos con nuestros problemas, con nuestras quejas. Imagínate cómo se habrá sentido al oírte decir que no queda más remedio que irnos los dos a un asilo". Ana, en voz muy baja, sumó otro horror a la lista: "O a ti, gritando que preferías morirte antes que seguir sufriendo tantas humillaciones".
Las palabras de su esposa duplicaron la angustia de José y lo enfrentaron a una nueva culpa: "Me obsesioné tanto con mi problema que no pensé en él". "Sabe muy bien cuánto lo queremos, y que si nos preocupamos tanto fue por la angustia de no poder darle lo que necesita".
José negó con la cabeza: "Siento que lo abandonamos". Horrorizada, Ana protestó: "No digas eso: me iba a trabajar, tú lo sabes, y cuando volvía..." El llanto le impidió continuar. José no intentó reprimir el desahogo de su mujer. Automáticamente sacó su cajetilla de cigarros, tomó uno y antes de que pudiera encenderlo alguien le advirtió: "Señor: está prohibido".
Levantó la cabeza y descubrió a la mujer que lo miraba para cerciorarse de que respetara las normas. Lo hizo a medias: dejó el cigarrillo entre los labios y sonrió. La desconocida malinterpretó el gesto -"qué cínico"- pero él no se ocupó en sacarla de su error. Estaba concentrado en recordar las veces que había oído esa misma frase en los últimos años, pero no en cafeterías, sino en oficinas, escuelas, fábricas, tiendas y hasta en la calle: "Aquí está prohibido contratar personas mayores de 35".
Sin darse cuenta José pensó en voz alta: "Me gustaría presentármeles a todas las personas que me negaron el trabajo para contarles en lo que convirtieron nuestra vida: en un infierno del que mi hijo, un niño de nueve años, intentó salir quitándose la vida. Pero no lo consiguió. Está vivo. ƑSe dan cuenta? Está vivo, crecerá, envejecerá y no estaré allí para decirle que no piense en tirarse a las ruedas del metro. Ana, lo he pensado mil veces y se lo he dicho a él. ƑComprendes lo que le hice?" Sin importarle que los observaran, Ana se arrojó a los brazos de José: "Todo será distinto para él, no pierdas la fe".
IV
La enfermera vuelve al cuarto de Gabriel con la bandeja de la merienda. "ƑCómo te sientes, corazón?", pregunta en voz tan alta que Rosario se despierta: "ƑQué pasa? ƑQué hora es?" "Las siete y este caballerito va a comer, porque si no..."
Rosario se ordena el cabello y sonriendo se acerca a su ahijado: "Con esa cara tan seria te pareces todavía más a tu padre. Está afuera. Mandamos a tu mami a la casa para que durmiera un poco, pero no tarda en regresar. Aprovechando que está contigo la señorita, voy por José".
La expresión de Rosario se transforma en inquietud cuando ve humedecerse los ojos de Gabriel. "ƑTe duele todavía el estómago? Contéstame". El niño cierra los ojos y sigue llorando, incapaz de explicar el motivo de su tristeza: teme ver en el rostro de su padre su propia cara cuando llegue a viejo.