La Jornada Semanal, 13 de junio de 1999
El hijo sale el sábado en la noche y se mete una pasta. La hija usa anfetaminas a escondidas para adelgazar. Cada mañana, la mamá toma su píldora anticonceptiva. El papá curaÊsu depresión con el Prozac. El abuelo está probando el Viagra. La abuela ya se acostumbró a sus dos Aspirinas al día. Al perro le dan PetTrim, una píldora que, por 10 dólares, ``help your pet to lose weight safely and naturally''. Es la familia modelo en la edad de la tecnología bioquímica, en la que nos hemos acostumbrado a pensarnos como un conjunto de órganos y funciones alterables químicamente para eliminar aquellas incomodidades que tal vez no se manifestaron para ser escondidas por un by-pass químico sino para señalar un malestar más profundo. La bioquímica no da respuestas a ese malestar: más bien elimina la percepción de sus indicadores.
El escritor inglés J.G. Ballard, conocido por la novela que inspiró Crash, extraños placeres, la película de David Cronenberg, ha definido a las píldoras como ``nature's one step back in order to take two steps forward'' (un paso atrás de la naturaleza para lograr dos pasos adelante), y se puede decir que el precio de los trucos químicos es, precisamente, el cuerpo, que la ciencia no sabe leer más que como organismo. El organismo, y no el cuerpo, es el ambiente para el mundo de las píldoras, porque no vive sino que funciona, y confía más en la prestidigitación de la química que en la sabiduría del cuerpo.
El De humani corporis fabrica de Vesalio, fundamento de la anatomía moderna, fue publicado en 1543, lo mismo que la obra de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium, que abrió el camino a la astronomía moderna. La revolución antigalénica del cuerpo humano y la antitolemaica de los cuerpos celestes eligieron simbólicamente la misma fecha de nacimiento, quizás en honor a las teorías de la época sobre la relación entre macrocosmos y microcosmos. Allí nace la medicina moderna, que inauguró su mirada anatómica alrededor de una mesa donde yacía un cadáver por diseccionar. Pero un cadáver no es un cuerpo sino un conjunto de órganos y funciones ya no definidos más por el individuo viviente que, según su etimología, es indivisible, mientras que la anatomía (del griego ana temnein, hacer pedazos) secciona y aísla pedazos de organismo. ``Será probablemente decisivo para nuestra cultura -escribe Foucault en El nacimiento de la medicina- el hecho de que el primer discurso científico desarrollado por ella [la medicina moderna] sobre el individuo tuvo que pasar a través del momento de la muerte.'' La muerte, que nos hace a todos iguales, que nos objetiviza, ha dejado en herencia a la medicina moderna su mirada gélida que despersonaliza el dolor. Por ende, el médico no ve en el síntoma de un malestar del cuerpo sino la causa del derrumbe del organismo. El médico separa la realidad fisiopatológica de la existencial, alejándose del postulado de Hipócrates: iatrós philólophos isótheos (cuando el médico es también filósofo se acerca al dios). La diferencia entre cuerpo y organismo es entonces fundamental para entender cómo la medicina científica puso las bases para una visión de la vida no humanísticamente entendida como existencia, sino técnicamente leída como proceso de funciones biológicas: el mundo de la vida es subjetivo y corpóreo, el de la ciencia es objetivo y abstracto.
Ahora, con la bioquímica, también las sensaciones, agradables o no, están en los anaqueles de las farmacias o en las manos de un dealer, para ofrecer con las píldoras el control remoto del mundo deseado: una concentración de elementos que no conocemos, una implosión de energías que explotarán dentro de nosotros con efectos que alterarán o potenciarán nuestras posibilidades, el mayor número de información en el menor espacio posible: ¿qué hay más cercano a Dios que una píldora? Quizá sólo la bomba atómica.
En el pasado, el dolor y la muerte eran temas religiosos en el escenario de la salvación. Con la muerte de Dios, la salvación se vuelve salud, y la ciencia reemplaza a la religión ofreciendo soluciones biológicas, farmacológicas y psicofarmacológicas a las preguntas sobre la muerte y el dolor. Hoy se pide a la ciencia la eficacia escatológica que ayer se pedía a la palabra de Dios. Química y biología se encargan de curar cuerpos y almas sustituyendo yerbas, religiones e imaginaciones. Las píldoras reemplazan sacerdotes, brujos y psicoanalistas: son más rápidas, más eficaces y más tecno. Pero eso no es sólo una consecuencia de la cultura del ``fast food existencial'' sino que también es un cambio antropológico y el síntoma de una nueva visión del hombre, de la vida, del cuerpo. La bioquímica sustituye las trascendencias que hemos conocido (religiosa, política, social) con la trascendencia molecular, buscando en el cuerpo un código por descifrar. La doble hélice del ADN no es sólo un descubrimiento científico más, es también el icono de una nueva metafísica que cambia el concepto de vida. Según el biólogo inglés Richard Dawkins, ``we are survival machines programmed to propagate the digital database that did the programming'' (somos máquinas sobrevivientes programadas para propagar la base de datos digital que diseñó el programa). El cuerpo como espacio cruzado por la información genética, como texto donde el alfabeto genético escribe su historia: las píldoras encuentran en ese cuerpo su propio mundo, porque para la ciencia la vida no es existencia sino cantidad biológica que la medicina administra y controla. Los grandes enemigos de condones y abortos, defensores de la vida por la vida como dogma absoluto, tienen una religiosidad ortodoxa y radical pero no se dan cuenta de que, paradójicamente, su concepto de vida no es nada religioso -fundado en el concepto humanista de persona- sino científico, es decir cuantitativo, biológico y objetivo.
El debate mundial sobre Dolly, el borrego clonado, se acabó hasta que otro evento científico llegó a las primeras planas de los periódicos: la píldora Viagra. Eso pone en evidencia que los nuevos horizontes de sentido ya no son abiertos por las grandes ideas y ni siquiera por los acontecimientos político-militares del planeta. Ahora, desconocidos hombres del laboratorio que manipulan la materia (y con ella nuestro imaginario colectivo) proponen no sólo la antropología de mañana sino también la psicología y la patología que nos habitará. Entonces, ¿de qué antropología nos habla el Viagra? Inútiles al proceso productivo, inútiles a la sociedad, considerados no como portadores de sabiduría sino de demencia senil, los ancianos parecen encontrar en el Viagra aquellas delicias que ninguna política de asistencia les puede dar. Tal vez la reflexión sobre la preponderancia demográfica de la tercera edad en el primer mundo ha recaído más en la bioquímica que en la política, porque la primera es una ganancia y la segunda un gasto. El Viagra nace para una realidad que envejece, para una población siempre más vieja en una cultura juvenilista, repleta de fantasías creadas por un mundo de viejos aburridos: modelos impúberes y anoréxicas, efébicas estrellas de cine, cirugías estéticas, mundos aeróbicos, pedofilias. Vivimos un mundo viejo que alucina y sueña con la juventud. El Viagra es consecuente con todo eso, con la sexualidad entendida como performance y con la visión del anciano como persona que debe aprender a ser independiente, a no molestar. Pero hay que preguntarse qué nos anuncia el Viagra, qué modelos socioculturales va a crear: ¿un movimiento de rebeldes ochentones? ¿La liberación de la pedofilia latente en las propuestas de la moda? ¿O, más probablemente, el abandono de códigos de belleza a la DiCaprio para regresar a apreciar la madurez de un cuerpo, de una mirada, de un savoir fair?
El descubrimiento de que el nivel de serotonina está ligado a la sensación de felicidad es un negocio que produce mil doscientos millones de dólares al año. Prozac, la ``píldora de la felicidad'', es consumida en Estados Unidos por una de cada cuarenta personas. ¿Se trata de un evento químico, psicológico o comercial? Lo cierto es que el Prozac sabe cómo alterar un estado de conciencia pero no sabe decirnos de qué forma, y si la depresión es la señal de un malestar del yo, entonces el Prozac nos esconde el origen del problema. Es suficiente preguntárselo a quien lo ha usado, fascinado por sus efectos, sólo para recaer en el lodo de la depresión cuando lo deja.
Pero ¿qué nos dice el Prozac sobre nuestra idea del hombre? Este fármaco ha transformado el alma en un evento químico. Si mi felicidad es una cantidad química de serotonina en mi cuerpo, ¿qué hay de original en mí? ¿Y qué distingue a un medicamento de una droga? ¿Qué diferencia hay con el éxtasis? ¿Sólo los efectos colaterales? Para los griegos, farmakon indicaba el medicamento y también el veneno. No será inútil entonces recordar brevemente la historia del éxtasis, que no difiere de la de muchas drogas. La píldora más de moda entre los jóvenes fue patentada en Alemania en 1913 como píldora adelgazante, sin ser comercializada. Reaparece en 1953 en el ejército de Estados Unidos, que explora sus efectos en los soldados; llega al mercado como droga terapéutica en 1977 y en 1985 la DEA, la Agencia Federal Antidrogas de Estados Unidos, la veta. Desde entonces encuentra su lugar de origen en laboratorios clandestinos y el de consumo en las discotecas.
Droga y medicamento son entonces categorías muy ambiguas y los conceptos mismos de enfermedad y cura son históricos y culturales. Lo que ayer se percibía como salud o normalidad hoy puede ser considerado patológico. La obesidad, celebrada por Rubens, o la anorexia, elevada a signo místico en el medioevo, hoy son enfermedades porque la ciencia nos ha acostumbrado a ver en un bolillo una peligrosa concentración de carbohidratos y en un pedazo de mantequilla una acumulación de grasas. He aquí las píldoras adelgazantes que bloquean las señales del hambre al cerebro: la ciencia, que nació de la sospecha de que los sentidos y las sensaciones nos engañan, ha encontrado en la bioquímica el camino para embaucar a todo el cuerpo, bajo una capa de legitimidad y hasta de sacralidad. Ahora ya existe una píldora casi para cada deseo: ``un antojito en el día, un antojito en la noche, quedando firme la salud'', comentaría Nietzsche.