La Jornada Semanal, 13 de junio de 1999
No era cosa, siquiera, de dejarse sorprender. Rafael había sido muy cauteloso con sus sentimientos toda la vida, pero ahora, mientras veía gatear a su hijo, se daba cuenta de que las cosas que verdaderamente trastornan nuestras vidas están más allá de todo control racional. Lo cargó, lo vio sonreír y a él se le escaparon unas lágrimas. Pensó, incluso, que era una suerte que Sandra no lo hubiera visto llorar mientras abrazaba a su hijo. Pronto los sentimientos se le confundieron y le preocupó, más bien, lo indefenso de un niño. Recordó su infancia con asco y fue a servirse un trago. La niñera de Julio lo llevó a dormir mientras él se encerraba en su despacho. Era un rito que había empezado quién sabe cómo pero que ahora se repetía todas las noches al llegar Rafael del trabajo. Bebió demasiado rápido y se sintió aturdido.
Estaba metido en la cama, leyendo, cuando al fin llegó Sandra. Los jueves iba siempre con sus amigas a jugar cartas y regresaba muy noche, achispada y más tonta. Le lanzó un beso desde la puerta mientras se quitaba, con agilidad, los zapatos de tacón y volvía a ser la misma pequeña e ínfima Sandra con la que se casó cuatro años atrás.
-¿Y el niño? -le preguntó.
-Se durmió hace horas -mintió.
Sin pensar la razón se tapó la cara con el libro para no mirar cómo su esposa se desnudaba; hacía tiempo que le molestaba la magritud de sus carnes, la extrema blancura de su piel. Sandra se acostó a su lado, liviana como era, sin producir la menor alteración en el colchón o las sábanas. Rafael siguió leyendo y supo que ella estaba dormida sólo cuando empezó a roncar. A él le costó conciliar el sueño: pensaba en Julio, en su trabajo, en los ronquidos tan poco acompasados de Sandra.
En el desayuno su mujer estuvo cariñosa y los huevos que preparó Martha estaban riquísimos y su hijo no lloró mientras le servían una papilla café verdosa que él no hubiera comido nunca. Besó a Sandra con desmesurada pasión al despedirse y pensó que quizá a eso se referían los poetas cuando hablaban de felicidad.
Después de un día duro, muy productivo económicamente, regresó a casa e invitó a su familia a la playa. Siempre que les iba bien salían a la costa por tres o cuatro días y Rafael pensó que esta vez se lo merecía más que nunca. Alquilaron dos cuartos, uno para Martha y el niño y otro para ellos. No bien llegaron -habrá sido el calor, o ese placer que causa algo totalmente nuevo, pero hicieron el amor no bien se hubieron quedado solos. l casi le arrancó el vestido y ella, en el momento del orgasmo, le clavó las uñas. Se sintieron jóvenes, distintos.
-De pronto fue como era antes -le dijo Sandra.
-¿De pronto?
-Bueno, quise decir que me sentí como antes. Te amo.
Habrá sido como pronunció las palabras, o algo en el tono, pero Rafael se sintió inmediatamente desdichado, imaginó que el orgasmo de Sandra fue fingido, que, en fin, dos seres humanos nunca sienten lo mismo, ni al mismo tiempo. El amor es totalmente asimétrico.
Si le hubieran preguntado cómo se sentía esa noche, después de cenar langosta, a la luz de las velas y en un restaurante cerca de un risco al que llegaban de vez en cuando las olas y algunos peces saltaban sobre ellas en frenéticas carreras, Rafael seguramente habría dicho que la vida está hecha de momentos -aislados, pero momentos al fin- de felicidad. Volvió a sentirse como después del desayuno y los días siguientes jugó con su hijo, nadó e hizo el amor con Sandra sintiéndose tremendamente dichoso. Se lo dijo, al fin, en el vuelo de regreso.
-Me siento muy feliz contigo.
-Yo también -ella le tomó la mano y se la apretó con fuerza cuando el piloto realizó un torpe y violento aterrizaje.
El jueves siguiente compró vino, guisó pasta con champiñones y esperó a que Sandra regresara del juego. A las once sintió el ruido del portón eléctrico y encendió las velas, y con el control remoto hizo que el modular inundara la sala con una sonata de Beethoven, su preferida. Escuchó la llave dar vuelta en la cerradura, vio abrirse la puerta y a Sandra, que le pareció bellísima, en el quicio, vestida de rojo.
-Estás hermosa.
-Déjate de juegos, vengo muerta -se quitó los tacones, dejó caer el bolso al suelo y subió la escalera. Rafael estaba decidido a que sus planes no se echaran a perder y puso en una charola un candelabro y los dos platos de pasta junto con las copas de vino. Subió queriendo sorprenderla y escuchó la conversación que mantenía en el teléfono. Oyó palabras sueltas como gracias, fue maravilloso, te quiero. Esperó a que colgara.
Entró, no le dijo nada y le puso la charola en las piernas. Ella no se inmutó, le agradeció la cena y brindaron. No se dijeron nada.
Antes de apagar la luz Rafael escuchó los ronquidos de su mujer. Eran irregulares y en su arritmia creyó escuchar la infelicidad de Sandra, las dificultades iniciales del matrimonio, la falta de cariño hacia Julio, la capa de polvo, la enorme capa de polvo que se les había acumulado encima del corazón. Tal vez eso sea la vida, se dijo con su amor a las frases célebres, dejarse ir, dejarse estar. De cualquier forma la menuda figura de Sandra al otro lado de la cama era casi invisible, nunca le había estorbado gran cosa.