La Jornada Semanal, 13 de junio de 1999
En un simposio que tuvo lugar hace unos años en Brasil, leí un trabajo titulado ``Decadentismo e ideología''. En él examinaba economías de deseo en la Hispanoamérica finisecular y consideraba la manera en que esas economías determinaban lo que podía llamarse sueltamente las políticas culturales del modernismo. Concretamente, dedicaba especial atención a la ambivalencia, cuando no la desazón, que planteaba la figura de Oscar Wilde en algunos escritores proponentes de proyectos culturales continentales -Darío, Martí e indirectamente Rodó- y veía de qué modo estos escritores recuperaban esa figura tan rica en significados. Mi trabajo intentaba reconstruir la mirada con que Martí registraba a un tiempo a Wilde como artista ejemplarmente rebelde y como perverso problemático, como raro, si se quiere. Deseaba recuperar aquel momento sin duda utópico en que los dos ``lados'' de Wilde podían pensarse no escindidos, antes de ceder a la exquisita presión de una ideología que, en primer lugar, los separaría para, en segundo lugar, supeditar el uno al otro hasta hacerlo desaparecer. A juzgar por la reacción de algún crítico, la ambivalencia y la desazón de lectura no se limitaban al siglo pasado, ya que su comentario, cediendo a su vez a una ideología vuelta naturalizado hábito de lectura, retuvo uno solo de esos aspectos de Wilde: el que llamaré, por conveniencia, el frívolo. Pasó a considerar la relación entre Wilde e Hispanoamérica en términos de mímica (de índole sobre todo vestimentaria), tratándola como fenómeno de superficies, recalcando su ligereza de gesto superfluo: en Hispanoamérica se había jugado a ser (o a parecer; volveré sobre esta diferencia) Wilde, como quien se pone un disfraz o se coloca un clavel verde en la solapa. El decadentismo era, sobre todo, cuestión de pose.
Esta reacción no estaba tan lejos de cierta lectura de la literatura finisecular que se hizo en la época misma, aquella lectura que veía la pose comoÊetapa pasajera correspondiente a un primer modernismo de evasión, distinto de un segundo modernismo americanista, el que era ``de veras''. Fue esa, por ejemplo, la lectura de Max Henríquez Ureña. A propósito de las ``Palabras liminares'' de Darío a Prosas profanas, escribe: ``Rubén asume una pose, no siempre de buen gusto: habla de su espíritu aristocrático y de sus manos de marqués [...] Todo esto es pose que desaparecerá más tarde, cuando Darío asuma la voz del Continente y sea el intérprete de sus inquietudes e ideales'' (Henríquez Ureña 97).
Desdeñada como frívola, ridiculizada como caricatura o incorporada en un itinerario donde figura como etapa inicial y necesariamente imperfecta, la pose decadentista despierta escasa simpatía. Yo quisiera proponer aquí otra lectura de esa pose: verla como gesto decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines del XIX; verla, sí, como capaz de expresar si no ``la voz del Continente'' por cierto una de sus muchas voces, y verla, sí, como comentario de ``inquietudes e ideales'' de ese continente. Quiero considerar la fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto político. Los comentarios que siguen recogen sólo algunos aspectos de esa reflexión.
Pose y patología
La pose se confunde fácilmente con una sexualidad dudosa. Lo innombrable (es decir, el homosexual como sujeto), cobra visibilidad a través de cuerpos, gestos. Si bien no toda poseÊfinisecular remite directamente al homosexual, sujeto en vías de ser formulado, sí remite a un histrionismo, a un derroche y a un amaneramiento tradicionalmente signados por lo no masculino, o por un masculino problemático. Es decir, la pose -aquí está su aporte decisivo tanto como su amenaza- problematiza el género, su formulación y sus deslindes, subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el reconocimiento del deseo más que en pactos culturales. Por eso -para conjurar su peligro- se la suele reducir con la caricatura o neutralizar su potencial ideológico viéndola como mera imitación.
Quisiera, sin embargo, reflexionar sobre otro aspecto de la pose. No en la pose como signo de amaneramiento, como visibilización de la no-masculinidad, sino en el amaneramiento, la visibilización de la no-masculinidad -la homosexualidad, en el caso preciso de Verlaine- como pose. Aparentemente, se trata de una simple inversión de términos. Propongo que es algo más, que los términos no son exactamente reversibles ni equivalentes, que su inversión imprime una nueva dirección en lo que podríamos llamar la epistemología de la pose. El doble itinerario sería el siguiente: 1) La pose remite a lo no mentado, al algo cuya inscripción es constituida por la pose misma: la pose por ende representa, es una postura significante. Pero 2) Lo no mentado, una vez inscrito y vuelto visible, se descarta ahora como ``pose''; la pose sigue representando (ahora en el sentido teatral del término) pero como impostura significante. Dicho más simplemente: la pose dice que se es algo; pero decir que se es ese algo es posar, es decir, no serlo.
Este comentario me sirve para reflexionar, aunque sea brevemente, en la obra de quien se empeñó en trabajar la pose clínicamente, incorporándola en su sistema, con ejemplar ahínco, a la vez como patología y como terapia. Hablo por supuesto de José Ingenieros, ya mencionado por Darío, y de quien se cuenta, por otra parte, que no le disgustaba posar. Como es sabido, Ingenieros dedicó buena parte de su investigación psiquiátrica al estudio de la simulación, transformándola de fenómeno puramente biológico de adaptación (el mimetismo animal) a categoría moral negativa. La simulación, para Ingenieros, es una estrategia de adaptación que importa un falseo y es, por ende, moralmente objetable, es ``un medio fraudulento de lucha por la vida'' (Simulación 114). ``[E]n la simulación -añade- las apariencias exteriores de una cosa o acción hacen confundirla con otra, sin que efectivamente le equivalga'' (Simulación 123; subrayado en el original). Para Ingenieros, no se puede simular (posar a) ser lo que se es: la pose necesariamente miente.
And yet, and yet... Hay un curioso desliz, en una serie de ejemplos en La simulación en la lucha por la vida, que seriamente cuestiona esta aseveración:
El último ejemplo rompe notablemente con el esquema de simulación fraudulenta: el maricón no simula lo que no es (como el astuto especulador que simula ser honesto) sino, podría argüirse, lo que es: afeminamiento, exhibición de lo femenino. La simulación, la pose, parecería recalcar en lugar de reemplazar una carencia. El ejemplo no cabe dentro del planteo de Ingenieros a menos de imaginar una interpretación de proyección ideológica más drástica. El ``maricón'' es ``en realidad'' un hombre; entonces, al simular ser mujer, posa lo que no es. Así el homosexual, como sujeto que trasciende las categorías del binarismo genérico mediante una performance del género, queda efectivamente eliminado en el planteo de Ingenieros, reducido a ser ``en realidad'' una cosa que ``simula'' ser la otra.
La actitud de vigilancia (defensiva) por parte del médico legista, tal como la describe y pone en práctica Ingenieros, un médico legista que efectúa ``determinaciones periciales [...] de alto interés penal'' (Simulación 254) con el propósito de ``desenmascarar a los simuladores'' recuerda la vigilancia de Queensberry, desesperado por ver si Oscar Wilde era o no era eso. En el caso de Ingenieros, el desenmascaramiento de la pose, a la vez que confirma su pericia como diagnosticador, produce otro resultado. No lleva a la acusación sino a un benigno desplazamiento de patologías -no es, se hace; o dicho en términos de época, no es degenerado sino simulador-, y ese desplazamiento produce lo que podríamos llamar un gran alivio cultural, semejante al ``aquí eso no existe'' de ciertas ansiosas construcciones de la nacionalidad. Este desplazamiento no sólo exime al simulador local sino a sus supuestos modelos europeos, de quien nos asegura Ingenieros que ``en realidad'' siempre fueron poseurs. Véase por ejemplo el caso siguiente:
En La simulación de la locura, Ingenieros añade:
El simulador protestó que nadie tenía derecho de censurarle sus gustos, ni aun so pretexto de considerarlos simulados. Mas, comprendiendo que, al fin de cuentas, nadie creería en ellos, renunció a sus fingidas psicopatías (Locura 24-25).
Que la posibilidad de ser considerado ya ``pederasta pasivo'', ya ``maricón'', fuera deseable, o signo de prestigio literario, es difícil de imaginar. El modernismo se defiende con ansiedad (quizá con demasiada ansiedad) de las acusaciones de disidencia sexual o falta de virilidad. Fuera de la literatura, las consecuencias adversas de tales clasificaciones son obvias. Detectadas por el ojo certero del médico, normalmente conducían a la cárcel, a los pabellones psiquiátricos o a los archivos policiacos.
Este caso deja sin respuesta preguntas que quizá no la tengan, esta misma carencia las vuelve cruciales para reflexionar sobre la pose durante el fin del siglo XIX. Por ejemplo: ¿de qué modo se simula ser pederasta pasivo y de qué modo se detecta esa simulación? Es decir: ¿cuál es la pose, o serie de poses que a la vez señalan una identidad e inconfundiblemente revelan su impostura? ¿Cuáles son las palabras, las declaraciones, la conducta (sin duda no genital) que autorizan dicha interpretación? ¿Dónde, sino en el ansioso discursoÊdel médico, es decir, en la ideología, puede detectarse la simulación? ¿Cuál es la pose, o serie de poses, que por un lado permitirían el diagnóstico de la patología, ésta en particular (es un pederasta pasivo, un maricón) y, por otro lado, la exhibirían como simulación (está posando como pederasta pasivo, como maricón)? El sucinto final de párrafo que acabo de citar es rico en hiatos: el simulado pederasta pasivo ``protesta'', luegoÊ``comprende'', luego ``renuncia'': nunca sabremos, a ciencia cierta, a qué. Según Ingenieros, renuncia a simular; según el poseur, renuncia a sus inclinaciones, a las que cree tener pleno derecho ``aun si otros las creen fingidas''. Del mismo modo, creo que también la cultura hispanoamericana del fin de siglo pasado ``renuncia'' a asumir esas poses que durante un brevísimo momento significaron, más allá de su propia simulación. Vaciadas de pertinencia, vaciadas de cuerpo, esas poses hispanoamericanas quedaron arrumbadas, como utilería en desuso, en el clóset de la representación para no hablar del clóset de la crítica. Creo que era justo devolverles, aunque fuera brevemente, la visibilidad que alguna vez tuvieron.