El cuarto de Tobías está cabrón de largo. Sería un gran estudio si no tuviera un suelo como de establo. Debió ser una sala medio principal del casco de la hacienda, pero el resto de la casa señorial ya valió, no quedan puertas, y con trabajos las paredes. A lo más la visitan los gatos y la viven las gallinas. De las alimañas mejor no hablamos, pero hay.
Cruzando el patio y la carie de piedra que debió ser una bonita fuente convertida en abrevadero de los puercos, vive y trabaja Tobías desde cuando esto era todavía las orillas de la ciudad, una cuenca de vacas lecheras y magueyales. Ahora rodean las ruinas (eso son, para qué hacerle al cuento: ruinas), una unidad habitacional, una secundaria técnica y un camino de vehículos de carga, con menos asfalto firme del que necesita el intenso tráfico.
Las grietas y el yeso caído desnudan grandes tramos de los muros, en su mayor parte desnudos. Calendarios de otros años y algunas ilustraciones parecen perdidos y esporádicos. De los clavos cuelgan bolsas. Como se trata de una construcción vieja, los techos son altos.
Los libreros y cómodas, aunque escasos, no están pegados a las paredes sino en cualquier parte del cuarto. Como un laberinto. Ni siquiera la cama en la orilla. Cajas apiladas, atados de periódicos y paja, herramientas y unos pesados trozos de madera que Tobías confirma ``sí, son durmientes'', y es que no lejos pasaba, hasta hace no mucho, el tren. Quedan las vías oxidándose, la basura comienza a cubrir los rieles.
Entramos tapándonos. Neta, el viento aullaba; sobre las azoteas y entre los postes poblados de diablitos, hacía uuu. Encima de un sólido baúl de madera que nos llegaba hasta las rodillas, Tobías colocó dos vasos y una botella de mezcal prometedoramente agusanado.
Cerca del borde de tejas del techo, a una altura absurda, se podía leer un graffiti, fuera de lugar como todo en el cuarto de Tobías. Quien tiene menos de lo que ambiciona debe saber que tiene más de lo que merece. Lichtenberg.
-¿Usaste escalera? -pregunté en un porque sí, al no vislumbrar una por ninguna parte.
-No. Trepé la pared.
-Si, tú -dije, sintiéndome para esa de ``a preguntas necias, respuestas tontas'', cuando me di cuenta de que To- bías me miraba a párpado quieto, cogiendo su vaso, sin alzarlo del baúl.
-En serio.
-Sí, tú -volví a decir, pero ya en otro tono, y yo sí di un sorbo. El frío mezcal quemante me radiografió el esófago y me ahorró el gulp!, que ya venía.
Sonrió con ese modo un poco desagradable de los que se creen muy muy, se echó de un trago todo el mezcal de su vaso y no me dijo mira, pero miré que se hacía para allá.
Removió una lona de un montón de chivas, sacó unas calzas grises y las sobrepuso a sus zapatos, y una especie de rodilleras que se ciñó en las muñecas. Con un desarmador destapó un bote de pintura y le metió una brocha larga que más bien parecía escoba. Chorreando pintura roja se aproximó a la pared y se puso a trepar con naturalidad, adhiriendo los pies por la punta, como en ballet, y alzándose con las muñecas. Pronto quedaron sus pies a tres metros del suelo.
Echó atrás el brazo izquierdo con la brocha mientras la mano derecha se aferraba a una grieta entre la que le cabían los dedos, y embistió la pared hacía lo alto con las palabras viva la p, pero se le acabó la pintura. Ya apenas se podía leer la p última.
Bajó fácilmente los tres metros, metió la brocha en el bote destapado y allí la dejó, triunfal.
-Ya ves.
-Las cosas que uno ve -me di por vencido.
-Te lo dije.
-¿Ibas a escribir viva la qué? -dije yo.
Llenó de nuevo su vaso.
-No sé. A lo mejor viva la peda. O la palabra. O la pintura. O la pared.
-Y te crees muy mosca -me burlé.
Ofendido, dijo:
-Ni mosca, ni lagartija, mi estimado. Araña sí.
-Tu letra es horrible, apenas si se lee, mi che araña - quise vengarme, pero la verdad, me tenía apantallado.
-Algún día me animaré a ser pintor de altura -bromeó. Digo, porque era broma, ¿o no?