León Bendesky
Democracia frágil

La democracia que queremos en México es mucho más que el voto y las elecciones. El derecho al voto libre y respetado es una deuda histórica, ha tardado mucho en hacerse efectivo y no es ninguna concesión que alguien hace a la ciudadanía. Su fortalecimiento es sólo una parte de todo el proceso electoral que incluye, también, las formas como los partidos logran llevar cada voto a las urnas; aceptemos que el clientelismo y el fraude son todavía prácticas comunes. En ese aspecto queda mucho por hacer.

El asunto de los recursos disponibles para las campañas y el acatamiento de los límites de financiamiento que marca la ley son, también, aspectos visibles de una democracia incompleta. El caso Cabal es, otra vez, motivo de sospechas y las próximas elecciones del 2000 serán más sanas políticamente si se aclara de modo convincente el origen y el uso de los recursos asociados con ese empresario que pudieran haber llegado de modo ilegal a las arcas del PRI; el IFE se ha deslindado demasiado rápido de este caso.

La democracia en México va mucho más allá del voto. Y su fragilidad se puso claramente en evidencia la semana pasada tras el asesinato de Paco Stanley, popular conductor de programas en la televisión. Es de sobra conocido el episodio, la forma en que se cometió la ejecución y el enorme impacto que produjo en la sociedad. El hecho, por sí mismo, fue sumamente aparatoso y constituye una expresión del estado de violencia e inseguridad que se ha extendido por todo el país. La violencia en México está ampliamente documentada, al igual que la falta de capacidad de las autoridades federales y estatales para abatirla. Pero aquélla de la que fue víctima Stanley no es de tipo común.

La reacción de TV Azteca, empleadora de Stanley, y de Televisa que le sirvió de eco fácil, donde antes había prestado sus servicios, puso en jaque a la democracia en el país. Nadie cuestiona la indignación que produce una muerte como ésa entre los compañeros de trabajo; uno no puede sino esperar una solidaridad amplia y sincera. Pero cuando el dueño de la televisora Azteca se pregunta al aire, con cobertura nacional y al parecer sin suficiente reflexión y por ello de modo irresponsable (y si fue un acto reflexivo, pero aún), para qué sirven los gobernantes, para qué se quieren elecciones y para qué se pagan impuestos si no hay protección contra la delincuencia y pide la renuncia del jefe de gobierno de la ciudad, el asunto se aproxima al delito de disolución social. La pugna enderezada por Salinas Pliego contra Cárdenas no puede ser vista como un asunto de un odio personal, ni siquiera como un ataque al PRD. En verdad es una afrenta a los ciudadanos del Distrito Federal y del resto del país que usando su derecho al voto libre eligieron a Cárdenas y a Zedillo.

Los datos que surgieron apenas después del asesinato son muy comprometedores no sólo para Stanley sino para la misma empresa que lo empleaba. Compromete también a la Secretaría de Gobernación que expide de modo irregular, según el propio encargado, credenciales para funcionarios que no lo son y permisos para portar armas. El procurador general Madrazo se apresura a declarar que en ello no hubo dolo, pero nosotros tenemos derecho a preguntarle si hay leyes y disposiciones administrativas que deben cumplirse, pues sin eso sólo hay impunidad y más violencia.

Las televisoras aprovecharon política y comercialmente el asesinato de Stanley, usaron su poder para azuzar a la población en contra del gobierno federal y, en especial, el de la ciudad de México. Nunca ejercieron su más importante responsabilidad que consiste en investigar los hechos, ponderarlos e informar objetivamente, y así abusaron del enorme poder político, ideológico y económico derivado del poder oligopólico que tienen en los medios de comunicación electrónicos.

Las televisoras son un negocio privado pero con enorme influencia pública, y la sociedad no dispone de ningún mecanismo de contrapesos. ¿Qué hubiera pasado si la CBS o la NBC en Estados Unidos actúan del modo en que hicieron Azteca y Televisa? Las normas de comportamiento son muy desiguales en este país donde el gobierno y el sector de las grandes empresas asumen por completo las condiciones de la globalidad. La democracia en México no tiene un sistema de límites y balances, que son los que permiten algo de armonía en la vida social.

Ante la violencia, ante la disminución de las expectativas derivadas del lento crecimiento económico durante 20 años, ante la falta de oportunidades para millones de personas, ante la enorme desigualdad e inseguridad muchos mexicanos demandan orden. Pero el único orden y la única gobernabilidad aceptables son de naturaleza democrática y participativa y no los que exigieron Azteca y Televisa.