Los patéticos sucesos desencadenados por el asesinato del locutor Francisco Stanley, el pasado lunes 6, nos permiten reflexionar acerca de lo mucho que nos hemos alejado de los principios que sustentan la convivencia social y resguardan los valores humanos.
Por un lado, el crimen mismo impactó al todo social, el cual reaccionó con una mezcla de miedo y de coraje. Miedo, porque su ejecución se llevó a cabo desplegando una precisión sólo comparable con la crueldad empleada; coraje, porque Stanley había logrado un significativo aprecio de los televidentes, a los cuales gustaba su particular manera de entretener.
La manera en que la gente salió a la calle para despedir a su ídolo, si bien fue resultado de la hábil manipulación de los medios de comunicación, particularmente la televisión, también reflejó un sentimiento real de indignación e ira. Todos nos sentimos vulnerables cuando vemos cómo la violencia crece y el Estado es incapaz de cumplir con su obligación esencial.
Consumado el crimen, afloran entonces fenómenos tan indignantes como aquél. La disputa por los beneficios políticos del suceso da pie a un despliegue de declaraciones y contradeclaraciones de funcionarios públicos; unos, buscando a toda costa deslindarse de la responsabilidad; otros, tratando de convertir el hecho en una sentencia inapelable de la ineficacia; todos, dañando aún más la credibilidad de los ciudadanos en sus instituciones.
El desproporcionado despliegue informativo del suceso, la trivialidad con que se produjeron juicios, el morbo como generador de mercado y la manipulación como vía para movilizar el sentimiento social constituyen uno de los fenómenos más impactantes que del suceso se derivaron, no porque el crimen no mereciera la repulsa, sino porque fue aprovechado para obtener ventajas muy cuestionables.
Más aún, cuando a las pocas horas empezamos a ser informados, nuevamente con un despliegue desproporcionado, acerca de las posibles razones del crimen, si es que así se pueden llamar. A quien el pueblo fue convocado a llorar, no merecía el tributo, porque fue un individuo de muy dudosa solidez moral.
Sin embargo, con ello se envía un mensaje que no necesariamente descalifica al personaje, y sí reivindica la forma en que llegó a la fama. No importan los medios sino los fines, el tener es lo significativo; el cómo se logre y a qué precio es irrelevante. Los valores poco cuentan.
Hay un hecho que pinta de cuerpo entero la desproporción de todo lo relativo al suceso: el interés que se dio a Jesús Núñez, circunstancial participante del evento, de 30 años, vendedor de seguros quien también resultó víctima de los sicarios que ultimaron a Stanley.
Sin escoltas, ni poder ni fama pública, Núñez sólo mereció expresiones marginales de la condolencia social. Y Jesús Núñez sí era un ciudadano común, muy parecido a todos los que diariamente viven y sufren la ciudad, que no tenía vínculos sospechosos ni conductas morales cuestionables. Quizá también por eso es que Jesús Núñez sí ya descansa en paz.