Hace varios años, a quien le pedía una opinión sobre la Revolución Francesa, Chu En-Lai, entonces primer ministro chino, contestaba que era demasiado pronto para un juicio: no habían pasado ni dos siglos. En esta luz, y aunque las recientes elecciones europeas constituyan un acontecimiento de mucha menor jerarquía histórica, pretender formular una evaluación dos días después de su realización, tal vez sea excesivo. Y sin embargo el periodismo es precisamente eso: la necesaria y descabellada pretensión de la opinión simultánea, que obliga a una superficialidad que sólo la honestidad intelectual y cierta dosis de ironía pueden redimir. Lo único obvio es que nadie vive conscientemente el presente. Como Epimeteo, estamos condenados a entender después, cuando, a menudo, ya es tarde. Lo que vale para todos, menos para aquellos que, portadores de verdades eternas y de ideologías inoxidables, saben todo incluso desde antes que ocurra. Pero ese es tema religioso que aquí no nos interesa.
Registremos los dos hechos más obvios de estas elecciones europeas: el elevado abstencionismo y la victoria conservadora. Tal vez la coincidencia no sea casual. En ambientes sociales dominados por el desaliento, los conservadores tienen generalmente mayores posibilidades de éxito. Donde los electores no perciben caminos viables para enfrentar los problemas que los preocupan, nadie mejor que la derecha para ennoblecer el individualismo, con su estela de rebeldía fiscal y de desconfianza hacia la seguridad social. Pero esta es una "explicación" apenas introductoria. Añadamos lo que debe ser añadido: la debilidad de la izquierda europea en proponer un rumbo viable para destrabar dos temas que preocupan a gran parte de los ciudadanos de la Unión. De una parte, el desempleo, y de la otra, el significado mismo de un Parlamento Europeo cuyos poderes reales siguen siendo pocos y confusos.
La economía europea sigue creciendo demasiado lentamente (alrededor de 2 por ciento) y el desempleo (superior actualmente a 10 por ciento), además de haberse incrustado como un factor crónico de malestar social, amenaza la conservación de las estructuras de seguridad social a través de la reducción de las contribuciones necesarias a su financiamiento. La izquierda europea se enfrenta así a un cuádruple reto para el que no hay soluciones canónicas: recuperar capacidad de crecimiento de largo plazo, reabsorber un desempleo excesivo, seguir una restructuración productiva que refuerce la competitividad y garantizar la estabilidad de la moneda común. Es de sobra evidente que las políticas keynesianas de manejo de la demanda resultan inadecuadas para enfrentar todos estos problemas al mismo tiempo. Resultado: aún no se encuentra una fórmula europea para empalmar necesidades de eficiencia y de crecimiento con requerimientos mínimos de solidaridad social. Europa está naciendo sin propuestas originales. Y de continuar esa parálisis de proyecto, el sentido mismo de la permanencia de los socialistas en el gobierno de los principales países miembros se irá progresivamente perdiendo. Estas elecciones podrían ser el primer llamado de atención.
El otro tema es el de la apatía de los electores hacia sus representantes europeos. No obstante la reciente ampliación de las atribuciones del Parlamento Europeo (que hoy permite a este organismo vetar el presidente de la Comisión ųel ejecutivo europeoų, el presupuesto y varias leyes), el papel activo en la formación de la Comisión corresponde al Consejo, o sea, al órgano que aglutina los diversos gobiernos nacionales europeos. Dicho en síntesis, el gobierno de Europa depende mucho más de los acuerdos entre los gobiernos nacionales que de las orientaciones del Parlamento regional. Y, estando así las cosas, no son muy claras las razones por las cuales los electores deberían preocuparse para enviar sus representantes a Estrasburgo.
La personalidad del Parlamento Europeo sigue envuelta en la ambigüedad, así como la arquitectura institucional de la Unión. Y quien paga hoy los costos de esta vaguedad es el frente progresista que gobierna los principales países de la región. La izquierda europea se enfrenta así a dos retos gigantescos: reactivar y rediseñar el funcionamiento de la economía y las instituciones europeas.
Es evidente que esto supone asumir el riesgo de promover proyectos sin garan-tías de éxito, pero es igualmente evidente que el no hacerlo pondría a los conservadores en mejor posición para encarnar una cultura americana de laissez-faire, al final de la cual la idea misma de una Europa unificada quizás dejaría de tener aquel significado que, en cambio, debe tener. Para bien de Europa y, tal vez, del mundo entero.