En Tingo María, pueblo del subtrópico amazónico situado a 530 kilómetros al este de Lima, la mayoría de los habitantes vive hacinada en tugurios miserables. Hace unos años visité el lugar como parte de una investigación sobre la infancia confrontada a situaciones límites. El único sitio que encontré para comer y dormir fue una cantina donde las risotadas de los narcos y el ruido de la rocola espantaban a los pájaros de la selva.
Apenas llegado, acomodé mis cosas y pedí una merienda. Entonces observé a niños y niñas paseándose entre las mesas, maquillados con coloretes que apenas disimulaban su tez anémico verdosa, producto de la desnutrición. Algunas de las criaturas iban tomadas de la mano de sus mamás, hermanas o tías, todas ellas "adultos" que no superaban los 18 años. Una de ellas se acercó a mi mesa y me ofreció a una niña que podía tener siete u ocho años. "Sabe de todo", me dijo la niña "adulta". Las invité a comer y, de paso, encendí la grabadora.
Conforme la niña "adulta" hablaba con naturalidad de asuntos difíciles de digerir, me iba dando cuenta de la cósmica magnitud de problemas aparentemente irresolubles. No existía en Tingo María lo que jurídicamente llamamos "proxenetismo". El trueque carecía de intermediarios.
Casi todos los habitantes de Tingo María son campesinos de la sierra peruana y de las zonas pobres del país, atraídos por los narcodólares de la región. La mitad de la población tenía entonces menos de 13 años. Los datos formaban parte de la investigación formal. Y me decía qué bueno poder aportar con los míos para que las autoridades, instituciones y organismos internacionales pudiesen contar con sólidos elementos de juicio para sus informes, peroratas y desgarre de vestiduras. Oh, oh, vanidad del intelectual de juicio certero.
Sin embargo, esa noche Dios no apareció para consolar a la niña que en el miserable cuarto vecino al mío lloraba en manos de no sé quién. Simplemente, lloraba. Así fue que decidí salvar al mundo. Salí del cuarto y toqué la puerta del vecino. Me abrió un hombre de casi dos metros de estatura. Su actitud ante la interrupción de la velada fue desafiante y hostil.
No dije, ni dijo palabra. Todo estaba sobrentendido. Pero entonces vi que las niñas eran dos. La una lloraba. La otra, enmudecida, temblaba como liebre herida, cubriéndose la cabecita con los brazos. Recibí de aquel hombre un portazo en mis narices.
Me fui al comedor, para tomar un aguardiente. En un rincón, una señora rezaba frente a una virgen. Era la abuela de las niñas. Y ya no tuve fuerzas para investigar nada. ƑInvestigar qué? ƑLa realidad clarita y transparente? Me vino a la memoria el diálogo de otras dos niñas, prostitutas de Brasil:
ųAyer de noche, con esa lluvia que cayó y cayó lo pensé. Y más lo pensé cuando paró de llover y vino el frío. Si hubiese tenido una cuerda... No sé. Pero ni eso tengo.
ųTenías el río ahí, bien cercaų, dijo la otra con aires de fastidio.