Dos son los agravios fundamentales que provocaron el actual conflicto universitario: el rompimiento del principio de gratuidad y la imposición de la reforma. En la reciente sesión del Consejo Universitario las autoridades pretendieron corregir únicamente el primero y, por ello, estaban condenadas al fracaso de antemano.
La unilateralidad de la salida propuesta ofende y provoca al movimiento estudiantil, pues confirma el desprecio que la burocracia tiene por la comunidad y cierra las vías del diálogo y del reconocimiento mutuos. De esta manera, a pesar que en los hechos se reconoce la gratuidad de la educación ųaunque ciertamente el costo de los servicios quedó al arbitrio de instancias poco confiables para los estudiantesų, es prácticamente imposible que los acuerdos del Consejo sean percibidos por los paristas como un triunfo.
Por otra parte, esta nueva imposición no sólo cerró la posibilidad de hacer observaciones, objeciones o contrapropuestas, sino que también volvió a hacer patente al autoritarismo como fuente inagotable de los problemas que aquejan a la UNAM y, lo que es más grave, como el principal obstáculo para que la universidad pueda transformarse con estabilidad.
En efecto, más allá de la gratuidad y del financiamiento, lo que está en juego es la posibilidad que tiene la universidad para reformarse a sí misma, por lo que sería un despropósito que la solución al problema consistiera, esencialmente, en el regreso a la situación anterior a la aprobación del reglamento de pagos del 15 de marzo. Las crisis recurrentes de las tres últimas administraciones y una huelga que se acerca ya a los dos meses son razones que debieran vencer las resistencias de la burocracia universitaria para cambiar la forma como se toman las decisiones.
El fracaso de la reforma autoritaria no puede ni debe significar la derrota de toda reforma. Frente a aquélla se encuentra la aspiración de muchos universitarios de ser partícipes de los cambios que se requieren y ejercer así la autonomía que por derecho corresponde a toda la comunidad, y no sólo a una parte que, por cierto, en los últimos años se ha dedicado a aplicar dócilmente designios externos.
Dicha aspiración pudo conseguir, gracias a la huelga de principios de 1987, una gran oportunidad con la realización del Congreso Universitario. Desgraciadamente, las enormes expectativas que se crearon alrededor de ese evento se vieron frustradas porque, no obstante la riqueza de ideas y propuestas, así como el alto nivel del debate y la profundidad de la reflexión de muchos de sus participantes durante las diferentes etapas del proceso, en muchos puntos clave no se dieron acuerdos y, cuando los hubo, su aplicación fue mediatizada, adulterada, incumplida o, incluso, contravenida.
Sin embargo, mal haríamos en despreciar tal experiencia. Por el contrario, y en virtud de que la solución del conflicto pasa necesariamente por construir otro espacio de reflexión entre universitarios, para afrontar la problemática de la institución, debemos sacar lecciones de aquel congreso, para que no se cometan los mismos errores y podamos arribar a una reforma que sea legitimada por la mayoría de la comunidad.
Tres son las deficiencias fundamentales que tuvo aquel congreso. En primer lugar no se le puzo plazo de realización, por lo que se vino realizando tres años después de terminada la huelga y, por tanto, la situación había cambiado a favor de las autoridades universitarias. En segundo lugar se estableció el candado de la aprobación con mayoría calificada, lo que en los hechos significó derecho de veto en asuntos medulares. Por último se dejó la implementación de los acuerdos en manos del Consejo Universitario, es decir, en manos del rector. De esta manera, si se fija un plazo, se establece un mecanismo de desempate y se define la implementación, o al menos la supervisión del cumplimiento de los acuerdos, no veo cómo pueda repetirse el resultado.
Por desgracia, las autoridades no quieren oír hablar de someter a la discusión amplia de la comunidad la reforma de la universidad. El acuerdo que tomó el Consejo Universitario a ese respecto es, por decir lo menos, una burla. La comisión del rector aumentada por cuatro consejeros igualmente incondicionales va a procesar durante treinta días, después de levantada la huelga, las propuestas de mecanismos, tiempos y agenda, para después enviarlas al Consejo Universitario. Como puede suponerse, dicha propuesta no va a convencer ni al más "moderado" de los estudiantes en paro, máxime después que el rector descartara la realización de un congreso o foro resolutivo, arguyendo que la única instancia con esas características es precisamente el Consejo Universitario, el cual, no lo olvidemos, está sumido en una severa crisis de legitimidad, como el resto del gobierno universitario.
Por fortuna, una crisis es también una oportunidad, y lo es en la medida en que los actores entiendan el cambio como indispensable. Transformar la UNAM y asumir esa tarea como una responsabilidad compartida por todos los sectores que la integran es apostar a que salga fortalecida de estos momentos difíciles, y es buscar solucionar de raíz los problemas y las insuficiencias que como universitarios no podemos aceptar. De esta manera, no sólo se le daría una salida pactada al actual conflicto, sino que además nos anticiparíamos a los que en los próximos años pudieran venir.