Gilberto López y Rivas
Paramilitarismo y contrainsurgencia en México
En una de las fases de la guerra de contrainsurgencia, cuando se intenta evitar el desprestigio de los militares o cuando éstos son incapaces de aniquilar los movimientos armados, los gobiernos destinan sus recursos a la formación de una cuarta fuerza armada irregular, diferente al Ejército, la Armada o la Fuerza Aérea, que pueda ejercer la violencia estatal sin las limitaciones que la ley impone. Ese fue el caso del Batallón Olimpia, de los Halcones y de la Brigada Blanca en los años 70, y ése parece ser el de los grupos paramilitares que asuelan la zona de conflicto en Chiapas.
El paramilitarismo está reconocido en el léxico de todos los ejércitos, aun el mexicano. Según el general brigadier retirado Leopoldo Martínez Caraza, en su libro Léxico histórico militar, publicado por la Secretaría de la Defensa Nacional, el paramilitar "tiene organización o procedimientos semejantes a los militares, sin tener este carácter".
John Quick, en su Diccionario de armas y términos militares, es más preciso: considera a los paramilitares como "aquellos grupos que son distintos de las fuerzas armadas regulares de cualquier país o Estado pero que observan la misma organización, equipo, entrenamiento o misión que las primeras".
En todo caso, los grupos paramilitares colaboran a los fines del Estado, pero sin formar parte de la administración pública. Estos no se definen sólo por la similitud de misiones u organización, sino porque se originan en una delegación del poder punitivo del Estado.
El vínculo estatal es quizá el aspecto más relevante de la experiencia mexicana: los grupos paramilitares, a los que el Estado delega el cumplimiento de las misiones de las Fuerzas Armadas regulares, sin que implique que reconozca su existencia como parte del monopolio de la violencia estatal.
Desde esta aproximación, los grupos paramilitares operan en la impunidad porque así conviene a los intereses del Estado. Lo paramilitar consiste entonces en el ejercicio ilegal e impune de la violencia del Estado y en la ocultación del origen de esa violencia. Existen víctimas, hechos de sangre, guerras, asesinatos, pero ningún gobierno mexicano ha reconocido nunca la existencia de grupos paramilitares.
Al igual que en las guerras internas en Centroamérica, los paramilitares en Chiapas han sembrado el terror en las comunidades indígenas que simpatizan con el EZLN, mediante asesinatos, emboscadas, quema de poblados, amenazas de muerte, expulsiones, robo de ganado, detención y tortura de milicianos zapatistas o de las llamadas bases de apoyo.
Las denuncias de indígenas entregadas desde 1995 a los grupos de Derechos Humanos que trabajan en Chiapas insisten en que los paramilitares operan en coordinación con las corporaciones de seguridad pública, reciben apoyo y entrenamiento del Ejército Mexicano y que, en ocasiones, se mezclan entre los contingentes de soldados y policías que controlan los poblados del norte, Las Cañadas y Los Altos de Chiapas.
Es evidente que los gobiernos federales y estatales confiaron en que Paz y Justicia y Los Chinchulines lograrían el control territorial de la región norte y harían innecesaria la intervención del Ejército para sostener combate directo con las bases de apoyo zapatista.
Actualmente hay signos de desgaste paramilitar. Las movilizaciones recientes del Ejército Mexicano indican que el gobierno federal considera necesario aumentar la intensidad de la movilización militar en las zonas de alta presencia política zapatista. Los paramilitares no le bastan y, aparentemente, han fallado en su misión.
Las organizaciones no gubernamentales (ONG) chiapanecas reportan que las bases paramilitares viven la misma hambruna que las zapatistas y que están descontentas porque sus líderes, como Samuel Sánchez, dirigente de Paz y Justicia, está desarrollando su propio emporio hotelero y turístico en el municipio de Tila, mientras los indígenas choles siguen en la misma pobreza. En Tila se ha creado una asociación de ex militantes de Paz y Justicia. Incluso, los paramilitares sin tierra han realizado tomas de predios en el norte del estado.
Sin embargo, esta debilidad de los grupos paramilitares no significa que haya bajado el nivel de violencia. Los grupos armados priístas se han sumido en una clandestinidad mayor y mantienen constante el potencial de violencia, por lo menos en Chenalhó.
Han proliferado siglas o nombres de otros grupos dispuestos a la guerra contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y sus comunidades de apoyo: Los Tomates en Bochil, Los Chentes en Tuxtla Gutiérrez, Los Quintos, en el municipio de Venustiano Carranza, Los Aguilares en Bachajón, Los Puñales en Atenango del Valle, Teopisca y Comitán.
La situación de los 21 mil 159 indígenas desplazados por la violencia paramilitar empeora y persisten los augurios de violencia. Comunidades, pueblos indígenas, redes sociales de la entidad siguen sometidas a una presión intensa. Las comunidades reportan amenazas de nuevas matanzas.
Sería peligroso e irresponsable pensar que, por ser éste un momento marcado por lo electoral, Chiapas puede esperar hasta después de los comicios presidenciales. Por el contrario, la proximidad de las elecciones enrarece todos los ámbitos que pueden dar lugar a catástrofes humanitarias, como la de Acteal.
A pesar de los esfuerzos para disminuir la relevancia del conflicto armado y esconderlo en la trastienda política de las campañas por las candidaturas presidenciales, las crisis en el estado de Chiapas tienden a emerger una y otra vez, pero es importante que ocurra en la lógica de paz con dignidad y no en la del terror y la guerra.