Jaime Martínez Veloz
La insegura frontera norte

En Baja California las autoridades estatales panistas no pueden recurrir al endeble argumento de que heredaron la violencia de administraciones anteriores ideológicamente distintas. Cuando el PAN tomó el gobierno estatal, en 1989, la violencia era ya un fenómeno preocupante, pero distaba mucho de su gravedad actual.

En la entidad, algunos expertos consideran que se comete en promedio un asesinato diario vinculado al crimen organizado. Las autoridades estatales se deslindan del problema aduciendo que el grueso de los delitos son federales y que los del orden común se mantienen bajo control. Mientras, las autoridades de la Federación no dicen claramente esta boca es mía. Por su parte, los ciudadanos, alejados de las sutiles divisiones entre uno y otro nivel de gobierno, son los que sufren los crímenes que se cometen.

Aunque sin duda la ciudad de Tijuana destaca de las demás urbes fronterizas, también hay varias otras que sufren los estragos del crimen, sea éste organizado o no. Esto no es casual. Hay una relación directa entre la destrucción del tejido social, la falta de respuestas institucionales y la corrupción aliada a la impunidad con respecto a la proliferación del crimen.

Algunas autoridades bajacalifornianas, en el linde con el racismo, atribuyen el aumento de los delitos ``a quienes vienen del resto de la República'', en una copia simplona y más repugnante de los argumentos usados por los estadunidenses en contra de nuestros compatriotas.

No hay excedente de población, hay falta de oportunidades y pocas e insuficientes respuestas a la búsqueda de mejores condiciones de vida por parte de las instituciones públicas y privadas, federales o estatales. No es el problema el ``exceso de población'', sino las condiciones de hacinamiento, medio ambiente, escasez de vivienda, condiciones de empleo, salarios, destrucción familiar y, en muchas ocasiones, desarraigo cultural.

En todo el país, pero sobre todo en la franja fronteriza del norte, Jalisco y el Distrito Federal, nuestras ciudades se han convertido en escenarios del crimen. En este contexto, no es extraño que cada día más ciudadanos clamen por medidas más duras. Se piden mayores penas y leyes que permitan a la policía amplia libertad para actuar. Se acusa de pusilánimes a legisladores, jueces y autoridades, y de cómplices de delincuentes a las organizaciones que defienden los derechos humanos. Complementariamente, políticos ignorantes o inescrupulosos de todos los partidos ofrecen a los ciudadanos soluciones casi mágicas para este problema a cambio de votos.

Estas medidas, de aplicarse, harían más intolerante la vida social y podrían elevar exponencialmente la impunidad de los cuerpos policiacos, además de que no garantizan resultados eficaces. Esta vía ya se ha intentado sin éxito.

Intentemos, para variar, enfocar el problema de la violencia y el crimen como lo que es: un asunto con profundas raíces culturales, sociales, políticas y económicas.

En estos términos, sentemos las bases para su combate. Cierto es que hay que revisar y adecuar las leyes y restructurar a fondo los cuerpos policiacos del país, pero también hace falta desarrollar una amplia gama de medidas sociales, económicas y educativas, sobre todo entre los niños y jóvenes. También hay que abrir las puertas a la participación de los ciudadanos en una tarea que nos compete directamente: la de ayudar a garantizar el orden y el respeto a la ley.

Si bien en el aumento de la inseguridad hay una responsabilidad innegable de nuestros gobiernos, sean estos perredistas, panistas o priístas, también debe ser claro que utilizar como arma política el fracaso en el combate al crimen puede ser rentable en términos electorales y de ratings, pero poco o nada contribuye a resolver la raíz del problema. Más allá de las simpatías o antipatías que se puedan tener por un gobierno, es lamentable que en algunos sectores y medios se tienda a sustituir el análisis por la lapidación cuando nadie está libre de pecados, y menos las televisoras, que a diario transmiten programas amarillistas o violentos. En este contexto, no gana ningún partido o personaje, ganan los delincuentes.

Las opiniones sobre cómo combatir este tipo de ilegalidad pueden ser muchas. Todas se valen, pero es cuestionable tirar por la borda la seriedad que reviste este problema por obtener mayores ratings o una rentabilidad política dudosa.

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