Estamos viviendo un tiempo en el que la incredulidad ciudadana alcanza niveles históricos. Nada de lo que dicen los políticos, los medios de comunicación, la Iglesia, los líderes obreros y empresariales o los representantes de la Justicia merece credibilidad. Esta situación, que plantea una ruptura entre la sociedad y sus élites dirigentes, caracteriza a la mayoría de los países latinoamericanos, que viven en pleno el desencanto de la democracia. En México ni siquiera hemos completado la transición a una democracia electoral, y sin embargo el descrédito de la clase política y de los demás actores de la escena pública plantea ya el inicio de una crisis de legitimidad.
Hagamos un breve recuento de hechos. El PRI dice que elegirá democráticamente a su candidato, pero le resulta muy difícil ocultar la cargada a favor de uno de ellos. Sus contrincantes internos luchan en el nombre de la democracia, siendo ellos mismos los representantes más conspicuos del autoritarismo y la corrupción. El Presidente de la República dice que no recibió financiamiento de Cabal Peniche, pero éste afirma que sí, al tiempo que Madrazo lo admite, exhibiendo al Presidente. El PAN modifica sus estatutos para dar la oportunidad de elegir a su candidato presidencial a sus militante y simpatizantes, pero tiene sólo un candidato y por tanto la elección no tiene sentido. El PRD, adalid de la democracia, lleva a cabo una elección interna fraudulenta. Luego propone una alianza opositora, pero su líder histórico acepta presuroso la candidatura por otros partidos diferentes al suyo, a uno de los cuales antes había tachado de palero del salinismo. El PRD y el PAN siguen hablando de alianza, siendo que ninguno la desea en realidad por no convenir a sus intereses, escenificando una comedia electoral cuyo final cada uno espera que sea la descalificación del contrario.
Una buena parte de los dirigentes empresariales han defendido sus intereses particulares de una forma poco digna y nada civil (recuérdese Fobaproa), siendo incapaces de proponer políticas alternativas de desarrollo y de instrumentar la democracia al interior de sus organizaciones (caso Concanaco y de otras asociaciones empresariales). Los ``líderes morales'' del sector predican en el vacío y las nuevas figuras carecen de reconocimiento moral. El sindicalismo obrero no sale de su letargo, y los líderes ``modernizadores'' son, en su mayoría, tan verticalistas como sus enemigos.
El cardenal tapatío reclama justicia y verdad en el caso del asesinato de su antecesor, pero poco le importa la escandalosa violación de los derechos humanos de los delincuentes en su propia diócesis. Una juez, reconocida por sus pares como una profesional, es procesada, mientras muchos otros siguen cometiendo abusos sin fin.
Los medios, que han vivido una primera etapa de liberalización en esta década, demostraron sus limitaciones y sus reflejos autoritarios en el caso del asesinato de Paco Stanley. La irresponsabilidad pública de los medios, sobre todo de la televisión, quedó de manifiesto, demostrándose que en ausencia de algún control ciudadano o de código de conducta ética obligatorios, los medios pueden ser un lastre en la construcción de la democracia.
Finalmente, la sociedad civil, aquel conjunto de actores sociales disímbolos que fue visto por la opinión pública como una esperanza democratizadora, ha perdido visibilidad e iniciativa. No ha podido asumir simultáneamente el doble papel de crítica del sistema político en su conjunto y constructora asociada de nuevos estilos de gobernar. Tanto en los gobiernos panistas como en el del Distrito Federal muchos de los líderes de la sociedad civil se embarcaron en la construcción institucional desde una perspectiva meramente personal, descabezando a sus organizaciones. Una relación gobierno-sociedad civil basada en la autonomía ha probado ser difícil de construir (aunque hay casos exitosos en lo micro). De otra parte, sectores de la sociedad civil, como la Junta de Asistencia Privada del DF, han demostrado ser territorio de corrupción y autoritarismo.
La ruptura entre la práctica política y la moralidad pública puede conducir a una crisis de legitimidad global, y no sólo del régimen. La población puede ver a sus élites con creciente sarcasmo e incredulidad. Antes de que ello abra la puerta a líderes antipolíticos o populismos personalistas es necesario exigir a los actores políticos y sociales congruencia y valor civil.