Lo que se agradecía hace casi una década en la propuesta teatral de Antonio Serrano, Sexo, pudor y lágrimas, se agradece nuevamente en su versión fílmica: el distanciamiento ųpor la eficacia cómicaų de la solemnidad y la retórica satisfecha de buena parte del teatro y del cine mexicanos de los noventa. Son pocas las comedias que consiguen inmunizarse contra la ramplonería de lo chistoso, hasta hace poco único valor seguro en taquilla. Lo que intenta Serrano en su primer largometraje es capturar el malestar social y cultural de una época, los años noventa, tal como lo ha podido vivir en la ciudad de México una generación con privilegios sociales (los yuppies que ya la hicieron, o aquellos que hacen todo por llegar a ser yuppies), agobiada sin embargo por un doble trauma: cumplir treinta años en medio de un naufragio emocional absoluto y no lograr relaciones satisfactorias de pareja. Sexo, pudor y lágrimas es un poco Cilantro y perejil, pero con mayores pretensiones de estatus, como un tránsito de Narvarte a Polanco con paradas obligatorias en los lugares comunes del tema crisis de pareja, y todo ello con los ingredientes de la actual comedia romántica hollywoodense.
Tomás (Demian Bichir) y María (Monica Dionne) visitan a dos ex amantes suyos que viven, en departamentos casi contiguos, con sus nuevas parejas (Ana ųSusana Zabaletaų y Carlos ųVíctor Hugo Martínų; Miguel ųJorge Salinasų y Andrea ųCecilia Juárez). Los invitados provocarán ųcon su libertad y desenfadoų que las parejas exhiban su incomunicación y sus frustraciones sexuales. Luego vendrá la comedia de la separación pasajera, los celos, la catarsis emocional con cómplices inesperados, la provocación mutua, y el drama de Tomás/Bichir, bohemio/aventurero, galán solitario, Casanova condenado a la inmadurez y a la compañía de Cirilo, su oso de peluche. Tomás es un personaje tragicómico, desubicado en su país luego de una larga estancia en Europa, más desubicado aún en una comedia de enredos amorosos donde el orden de la monogamia está llamado a triunfar, a excluirlo y a sacrificarlo. Por su parte, María (una Dionne estupenda) afirma su autonomía y el desafío de vivir al margen de las convenciones, sin los asideros tranquilizadores de la pareja, gozosa de su físico, de su edad y de su condición de mujer libre.
Frente a estos dos personajes, las parejas anfitrionas se miden y se consideran mutuamente, cuestionando a cada instante sus propias certidumbres. Serrano saca el mejor partido de actores provenientes de televisión y teatro y, a excepción de Bichir, con poca experiencia en cine. En la obra teatral la confrontación cómico/dramática se resolvía muy bien en escena, pues en un pequeño espacio, dividido por canceles movibles de tipo japonés, las parejas ensayaban coreografías sensuales que sugerían juegos de seducción, rituales de violencia contenida, próximos a las artes marciales, frustraciones, retos amorosos, y no hay equivalente de este juego en la nueva resolución cinematográfica. De aquel espléndido escenario teatral, Sexo, pudor y lágrimas aterriza hoy en una suerte de set televisivo elegante y fríamente dispuesto por la talentosa Brigitte Froch, su diseñadora de arte, la cual probablemente intenta reproducir el hábitat de una pareja consumista, con buenos ingresos e irreprochable gusto modernista.
No hay tampoco en la propuesta fílmica de Serrano una intención manifiesta de aprovechar el lenguaje visual para enfatizar aspectos dramáticos: los movimientos de cámara son precisos como indicaciones escénicas. Casi toda la cinta está filmada en interiores, lo que supone para el camarógrafo y el director el reto mayúsculo de reforzar la agilidad de los diálogos con una búsqueda estética de vivacidad semejante. Justamente lo que consigue un cineasta como Pedro Almodóvar en Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde el departamento, el balcón mismo con su falsa perspectiva de Madrid nocturno, los colores primarios en los muros, y la agilidad con la que todo esto se combina y contrasta con escenas en la calle, permiten sentir en los personajes un estilo de vida y al mismo tiempo el reflejo de toda una ciudad y su animación caótica. Esta complejidad está prácticamente ausente en el filme de Serrano, y es una lástima, pues el resultado habría podido ser aún más afortunado que el de la propia obra teatral. Lo que sí consigue en cambio el director, mediante un ritmo de narración muy ágil y una sucesión de gags de efectividad asegurada ųes decir, con los recursos ya probados por Cuarón, Rimoch y Montero, en Sólo con tu pareja, El anzuelo y Cilantro y perejil, respectivamenteų es pasar de su intención básica de entretener a algo mucho más significativo y durable, a la reflexión que aquellos cineastas apenas se permiten en su afán de ser a toda costa divertidos. Al tema de la crisis de pareja, reflejo de la crisis social (Eros y Fobaproa), Serrano añade la especificidad de una clase acomodada, con sus placeres, ocios y azotes; el registro de una confusión sentimental generalizada y el presentimiento del fracaso; la crisis de los treinta años acentuada por la vanidad del estatus social; el derrumbe de la credibilidad machista y los saldos de esa ''batalla de los sexos'', que rebasando lo anecdótico, lo estrictamente cómico, llega a sugerir una interesante radiografía crítica de los valores familiares, algo apenas presente en el cine mexicano. La intención manifiesta de Antonio Serrano es entretener y divertir a su público, y lo consigue con la eficacia requerida. Aunque sin duda es capaz de mucho más que eso.