La Jornada Semanal, 20 de junio de 1999
La vida, ese gran animal medio estúpido, sale de su modorra con un pequeño escalofrío, y el atardecer cae sobre la ciudad, sin jirones negros de nube, sin un cielo intensamente rojo, sin indicación alguna de que no sea una jornada como cualquier otra.
Salvador Malibrán abre los ojos y se dirige al baño, donde se aseará con mucho escrúpulo.
No lejos de allí, Conchita Retama, desasosegada, despierta de una siesta de hora y media que le parece que fue ominosa.
Podríamos narrar lo que uno y otro hicieron hasta que se encontraron en una fiesta sumamente concurrida, a las 10:45 de la noche, pero sería perder el tiempo del escritor, para no hablar del tiempo del lector.
En cambio, ¿cómo describir su encuentro? Ante todo, como inesperado: hace un año y medio que no se ven. Se gustaban el uno al otro, pero nunca sucedió nada entre ellos; ni siquiera un beso. (Es cierto que han vuelto a ser muy comprometedores los besos.)
Azorados y encantados, se dicen ¿cómo estás?, ¿cómo has estado?, ¡qué gusto tan grande de verte!, ¿qué haces?, ¿en qué andas? ¡qué bien te ves!, y se toman las manos.
Se sirven un trago, salen al jardín -donde sólo hay ocho hombres y dos mujeres que discuten de política con la pasión con que se discute la injusticia de Dios- y se sientan en el pasto, frente a frente.
Ni Concha ni Salvador son el sueño húmedo del otro, pero hay veces, como ahora, que se atraen con verdadera violencia.
Sin embargo, no se besan. Se cuentan el uno al otro lo que han hecho últimamente, y cómo, y por qué, en detalle. Se hacen el amor con anécdotas, con confidencias.
Intiman tanto, que explican acontecimientos que hasta hace un minuto no entendían.
Luego de casi una hora de conversación, sienten un poco de frío y regresan a la casa, donde ya unas quince personas bailan con gestos y exclamaciones de entusiasmo.
En el buffet hay mucha comida, en el bar mucho trago, y la gente está alegre.
Salvador y Concha se internan en la pequeña multitud excitada.
-¿Nos vemos al rato? -pregunta ella.
-Nos vemos al rato.
Y, por fin, se besan. Sólo labio contra labio; pero con la plenitud, el embarre de un ósculo poscoital.
Cada cual toma su camino, que lo lleva al reencuentro con el clan.
Han sentido esto antes, este miedo con exaltación.
Mientras cada cual goza de la gran dicha de la amistad, de tarde en tarde logran atisbarse entre la gente, que parece ser cada vez más numerosa y bullanguera.
Como cualquier lector puede adivinar los sentimientos de Concha y Salvador, no haré el ridículo de intentar describirlos.
Digamos, mejor, que transcurre una hora, es más de la una, el bullicio es mucho, los ebrios numerosos, los amantes muy públicos, y Salvador se levanta en busca de su amiga. No la encuentra en un primer y largo rondín y se estaciona en la mesa que hace las veces de bar, donde toma un vodka y escudriña a bailantes, parlantes y deambulantes.
De pronto le parece verla en un grupo que apresta su partida, y se les aproxima, pero no, no es ella. Luego le parece escuchar sus hermosas y características carcajadas; pero no, tampoco es ella.
La alegría ajena comienza a atosigar a Salvador, que además empieza a sentirse estúpido, aunque no sepa exactamente por qué.
Lo que prometía ser una noche de risas y embriaguez con una mujer, amenaza con ser de amigos y bromas y borrachera.
-¿Te dieron esquinazo? -pregunta un amigo impertinente, y Salvador sólo levanta la mirada al cielo, como los turcos.
¿Qué siente y qué hace Conchita?, se preguntarán ustedes. Este narrador lo sabe; mas no lo dirá.
Salvador, como todos los que buscan con prisa, se enoja consigo mismo y con los que le estorban, y pro momentos raya en la agresión.
Y luego se tranquiliza, aunque valdría más decir que se desalienta, primero, y medio se conforma, después.
Y lo que le espera, se lo encuentra. Sí, es Conchita, quien se despide con gran alegría, del brazo de un hombre alto y flaco que mira en ese momento hacia otro lado.
Salvador se detiene en seco, pasmado, aunque no del todo sorprendido, y mira a los ojos a Concha, que de pronto también lo afoca.
En los ojos de ella hay terror. ¿Es porque se le olvidó por completo Salvador? ¿O porque la muy hipócrita estaba segura de no ser vista al irse? ¿O acaso ese hombre es su pareja y estaban peleados hasta hace algunos minutos? ¿O, simplemente, se resultaron irresistiblemente atractivos y se arrebataron, se embelesaron? ¿O Salvador hubiera tenido que salvarla?
¿O qué?
El hombre alto se despide con una gran sonrisa (se nota que no pertenece a ninguno de los clanes del sarao, pero que no se siente ajeno) y se encamina a la salida, soltando a Concha, todavía ocupada en la prolongada ceremonia de los adioses.
Concha no le dirige la palabra a Salvador, pero -con un rápido movimiento rotatorio de los índices- le asegura que volverá.
La humillación y el desencanto se mitigan, la excitación crece: ella volverá, y mientras él la espera, la leña alimentará y alimentará el fuego.