Pasó un ave a baja altura. Era grande pero no zopilote. Aleteaba con amplio esfuerzo, como si cargara sobre sí el aire encima, y el de abajo no la sostuviera. Siguió volando, superpuesta al manchón de una arboleda lejos, luchando contra las trampas del aire hasta desaparecer en alguno de los dos extremos del horizonte, no importa cuál.
Ellos miraron su trayecto hasta el fin, como si fuera una señal. Estaban en la ladera donde el cerro se quiebra. La Rodilla le dicen, muy gráficamente, a esa parte del macizo montañoso que, visto del aire en hipotético avión, parece una pirámide plantada en medio de las llanuras y valles de esa parte del mundo donde los caminos son planos.
El cantil de La Rodilla debió incrustarlo, con todo y bloque montañoso, anillo y piedra, algún titán primigenio y caprichoso, que habrá pensado, anden humanos, aquí les dejo un balcón para que se asomen. A una altura tal que, de allí, nada queda cerca, y las cosas conforman a lo más trazos del paisaje. Buen sitio para un dios, pero demasiado general para los ojos humanos, aun si usan largavistas.
El camino se puede hacer a pie pero ellos llegaron en mula. A causa de los instrumentos. Seis mulas para seis que eran ellos.
En la región dicen que la montaña es de nadie. De suelo calizo, la vegetación es baja, y a diferencia de los valles donde están los pueblos y los ranchos, tiene poco agua. Cuando no llegue, el macizo parece un puñado de pepitas secas.
En La Rodilla la vista reposa. Al haber todo para ver, nada se ve en especial y la retina no se fatiga en andar identificando.
Desde el balcón de piedra el mundo transcurre de derecha a izquierda, y de izquierda a derecha, como en los teatros. Las figuras (sería aventurado hablar de personajes a esa distancia), entran, hacen su escena y luego mutis.
A su hora de la tarde, puntual, el tren atravesó la línea recta del sur. Su sonido no llegaba hasta La Rodilla, sólo la raya azul con que sus vagones van subrayando el borde de la arboleda, en la misma dirección que el ave que volaba con el aire a cuestas.
Las mulas pastaban la hierba rescatable entre el mustio huizache. Y ellos rompieron su silencio de horas, pero no para hablar.
Dirigiéndose a esa grandura donde nada se oye y nadie se distingue, empezaron a tocar sus instrumentos. Alientos, cuerdas y percusiones, dos de cada uno, en aquella soledad del aire, visitada a veces por el lejano grito de un halcón, los estruendos de las tormentas, o el simple aire cambiando sus modulaciones.
Un tropel de nubes paseaba jinetes y dragones, carrozas, barcos y leones boludos color de nieve, fragmentos apenas del paisaje.
Tocaron hasta el anochecer y más tarde, sin prisa ni alzar la voz, tarareando, silbando bajito, llevados por su propia música. A oscuras, ido el paisaje, seguían.
Cerca del amanecer, ya se distinguía el color de las primeras siluetas, cuando apagaron la música, echaron un vistazo al abismo, montaron las mulas con los instrumentos, emprendieron el regreso y dejaron solos La Rodilla y el paisaje.