La muleta en la mano izquierda y el estoque perpendicular al muslo... colocado en la distancia justa, cruzando con el toro a pitón contrario... adelantando la muleta dando el medio pecho... embarcando al toro... cargando la suerte --de afuera a adentro y de adentro afuera--, templando las zapatillas clavadas en la arena... alargando el pase y mandando sin moverse del mismo sitio. Esta es la verdad del toreo de José Tomás, que este jueves pasado en la corrida de beneficencia en Madrid, confirmó sus éxitos en la feria de San Isidro, saliendo a hombros de los aficionados.
Gracias a la transmisión por televisión pude recrear lo que contemplé, y me emocioné, viéndole en la feria de San Isidro. Lentamente como algo fantasmal se iban apareciendo las imágenes borrosas, hasta que la retina se llenaba de claridad torera, logrando que el forzado órgano de la visión destacara formas en el colorido, distinguiera la pureza de su torear y se envolviera en la exquisitez del torero.
Estatua efímera pero imborrable en la mente me regresaba la verdad de su quehacer en el ruedo. Pases naturales --hondura y torería por su naturalidad-- en que cada pase era el juego entre la vida y la muerte, con toros de impresionantes pitones, desbordadas por la grandiosidad del tejido de lances que remataban el conjunto, en busca de lo perfecto, lo bien hecho, lo pulido, lo acabado. El regreso al toreo clásico que anda perdido en el nuevo jugar a los toros de la torería actual.
Una corriente rítmica igual que un arroyo de música descendía por la curva del pase natural. Como chispas o como notas, los pliegues de la muleta --truchas al aire-- bajaban por el río que conduce al infierno torero, armonioso hasta los finales de cada pase. Ovillos de ritmo se saltaban del encastado toro que le tocó en quinto lugar, por el valor del torero.
Giraba la muleta en danza hacia los mágicos acordes, en los que juegan la llama de la muerte, la suave delicia del buscar y no encontrar el magnético contrabajo de las entrañas del redondel. Vuelo fantástico y preciso, maravillosamente llevado en la muleta aromada con fluidos toreros.
Empezaba aflorar por todos los poros de la plaza; torería a vibrar los cabales, a traspasar espesores de crudeza, a brillar en la tela roja aquel calor airoso en la tarde. La muleta de José Tomás bailaba como río de ritmos vitales y se arrastraba maravillada en aire circular, loca de vuelo, crispada de la gloria del espacio. Voluptuosa de rodar libremente por la arena y darse a la fantasía en improvisación de giros inagotables. Giros hacia el vértigo y brotar en el tendido la algarabía de gritos y oles. Faena que fue una alegoría incesante de liberación. Hoy en día, José Tomás y los demás.