La Jornada martes 22 de junio de 1999

Pedro Miguel
El más rico del mundo

En lo que va de este año, cada vuelta del minutero me ha dejado 4 millones 566 mil 210 dólares, lo que hace un promedio de 76 mil 103 dólares con cincuenta centavos por minuto. Lo que es lo mismo, cada uno de mis segundos se cotiza en mil 268 dólares con cuarenta centavos, y cada mañana amanezco 109 millones 589 mil 40 dólares más acaudalado que la víspera. El éxito de mi taxímetro se debe a que en todo el planeta cientos de gobiernos, decenas de miles de organizaciones, millones de empresas y cientos de millones de personas, compran cada día los productos que fabrico. En su gran mayoría se trata de bienes intangibles: mis clientes adquieren una caja de cartón cuidadosamente diseñada que contiene un par de cuadernos de instrucciones y un disco compacto, o varios. En éste van grabados conjuntos de instrucciones para computadora. Si hubiera que reducir a su mínima esencia mi mercancía, diría que ésta consiste en interminables y complejas combinaciones de unos y ceros. En algún momento supe armar esas secuencias, pero ahora me dedico a promover y a vender las que producen mis miles de empleados. Es un negocio redondo: salvo la mercadotecnia y la publicidad, que exigen cuantiosas inversiones, los costos de fabricación son muy reducidos. El trabajo humano ųque lo pago bienų es mi principal insumo.

El dinero acumulado desde que empecé en esto de la programación me ha sumado atributos personales que no esperaba. La gente voltea hacia mí y me pregunta cómo está conformado el presente y cuál será la consistencia del futuro. Empecé siendo programador. Luego fui empresario, y ahora soy el emperador de mi propia fortuna que es, con mucho margen, la mayor del mundo. Pero además soy filósofo, sociólogo y profeta. La gente me ha puesto en ese sitial, y yo disfruto mi papel. Procuro aplicar en todas las circunstancias un sentido del humor fácil y digerible, y no alejarme demasiado del sentido común en las frases que pronuncio ante auditorios masivos de escuchas ávidos. Los que acuden a mis conferencias desean contagiarse de un poco de mi capacidad de previsión. A fin de cuentas, yo supe hacer lo correcto en el momento correcto y en el lugar correcto. Algo le debo al azar, pero mi mérito principal fue apostar a una moda comercial y tecnológica que estaba a punto de inundar el planeta y transformar la vida de la gente. Sé que, después de haberlas pronunciado, mis palabras serán entrecomilladas y citadas por empresarios, comunicadores y hasta antropólogos, así que más vale no desvariar.

El desvarío es un peligro constante. Supongo que muchos, en mi situación, se volverían locos, perderían el sentido de la realidad, trastocarían el orden de las cosas. No es fácil preservar la cordura cuando se gana, en un minuto, lo que un estadunidense de clase media alta percibe a lo largo de un año, o cuando en un día se amasa una cantidad equivalente al presupuesto de una universidad de tamaño mediano. Es inevitable la tentación de trasladar el valor de las posesiones al valor de las personas: una hora de mi existencia vale, en esa lógica, lo mismo que las vidas enteras de 3 mil 600 campesinos africanos. Uno de mis días es equivalente a un municipio latinoamericano con todo y sus habitantes, sus construcciones, sus clínicas, sus talleres, sus camas, su red de agua potable. Una de mis semanas vale tanto como una colonia de clase media en Buenos Aires, México o Santiago. Con un año de mis ingresos podría comprar un país en desarrollo. Cuando mis hijos crezcan, sabrán que cada tarde que pasé con ellos tuvo un costo de 40 millones de dólares. Es, la mía, la paternidad más cara de la historia. Visto de esa manera, mis vástagos crecen con una deuda formidable y creciente sobre sus hombros. Cada pleito conyugal me cuesta, desde esa perspectiva, una fortuna.

Pero no. No estoy loco, y el tiempo que no se me va en la preservación de mi riqueza lo ocupo en imaginar formas viables y razonables de hacer que prospere: inventar y vender, aplastar a los competidores ųque me quedan pocos, y están maltrechosų, abrir nichos de mercado virgen en Uganda y Namibia, concebir un sistema operativo para refrigeradores inteligentes, torcer el brazo a la industria de electrodomésticos para que fabrique planchas que corran Windows, diseñar un entorno tridimensional que te permita entrar de cuerpo entero en el monitor de la computadora, sin quitarte los zapatos, y pasear por bambalinas virtuales y acariciar con la mano íconos corpóreos y con textura. Eso me hará, de alguna manera, semejante a Dios. Y ya que hablo de El, recuérdenme que le ofrezca la Dirección de Ventas. A lo que se ve en los billetes cuyo tacto ha dejado de serme familiar, ese tipo debe ser un gran ejecutivo.