Ugo Pipitone
ƑReforma o revolución?

El 19 de mayo pasado, La Jornada informaba de una "gran marcha anticapitalista" en Londres (cuatro mil personas), simultánea a la cumbre del Grupo de los Ocho en Alemania. ƑMarcha anticapitalista? No podía entender y, después de pensarlo, confieso que sigo igual. Entiendo que se manifieste, y con sobradas razones, en contra del trabajo infantil, de los gobiernos corruptos, de los salarios que no alcanzan, del desempleo... Ƒpero, una manifestación contra el capitalismo? Me suena como una manifestación contra la religión católica, o algo similar. Un objeto demasiado grande, para suponer que tenga un sentido. O, por lo menos, un sentido político.

Voy a tratar de desmenuzar las razones de mi desconcierto. Si el capitalismo fuera el producto de una conspiración, un complot, o algo por el estilo, los manifestantes londinenses tal vez tendrían razón. Y si se tratara de un orden senil cuya persistencia traba el desarrollo de formas más avanzadas para producir y repartir la riqueza, otra vez tendrían razón. Pero si, en lugar que eso, el capitalismo es una realidad histórica vital para la que no hemos encontrado remedios hasta ahora, manifestarse en contra de él, así en bloque, me parece una forma de moralismo, al mismo tiempo, doctrinaria e insustancial. ƑHemos encontrado alternativas al trabajo asalariado y a la propiedad privada? Porque eso es, reducido al hueso, el capitalismo. Tengo la impresión de que no, al menos por el momento. Y si esto es cierto, el problema que debe plantearse no es la destrucción de un sistema para el cual no tenemos sustitutos mejores en este ciclo histórico, sino forzarlo a reformas que permitan avanzar al mismo tiempo en los terrenos de la producción y de la equidad.

A comienzo de siglo, a la pregunta Ƒreforma o revolución? gran parte de la izquierda mundial escogió el segundo término. Hoy, a fines de siglo, Ƒes sensato suponer que, en el ínter, no haya pasado nada y que valga la misma respuesta? La revolución tendría un sentido en la suposición de que fuera posible destronar al capitalismo para sustituirlo con un sistema productivo capaz de prescindir del trabajo asalariado, de las empresas particulares, de los mercados de capitales, etcétera. Pero si no es así, detrás del énfasis anticapitalista y revolucionario sólo hay una retórica envejecida, una multitud de fantasmas ideológicos y, en la mejor de las hipótesis, ingenuidad y buenos deseos. Todo lo cual conduce afuera de la política y la historia concreta, e incómoda, para entrar directamente a las armonías consoladoras del milenarismo. Tal vez laico, pero milenarismo al fin y al cabo. Y de una clase que ya ha producido bastante tragedias colectivas en este siglo que ahora tiene el buen gusto de concluir.

Después de una edad industrial que cambió el rostro de la sociedad mundial, estamos entrando en estos años en un nuevo ciclo histórico cargado de retos que muchos se resisten a reconocer, prefiriendo vivir entre los espectros, y las satanizaciones simplonas, del siglo XX que se va. Sin embargo, leer el presente a partir de claves interpretativas surgidas de un mundo que hoy se encuentra en una profunda transfiguración, es la forma mejor para hacer de la nostalgia una justificación de las derrotas inevitables. Como es obvio para cualquiera dotado de un mínimo sentido común, el problema de hoy no es ni el trabajo asalariado ni la propiedad privada, sino una transición postindustrial que amenaza ocurrir en medio de un desempleo de masa, un prolongado deterioro urbano, la refeudalización de las sociedades, la profundización de las distancias entre "primer" y "tercer" mundos, la aparición de nuevas formas de delincuencia organizada y el renacimiento de identidades políticas, religiosas y étnicas estrechas, intolerantes y excluyentes. Todo lo cual, mientras seguimos sin encontrar salidas viables a un subdesarrollo, que es una convivencia indecente de modernidad y arcaísmo, que amenaza convertirse en enfrentamiento mortal entre modernizadores de importación (fanatizados por certezas ajenas) y nostálgicos de purezas perdidas, idealizadas gracias a la desmemoria.

Y mientras algunos se manifiestan contra el capitalismo, viendo conspiraciones en el lugar de la historia, otros jóvenes convierten el escepticismo en una bella arte, haciendo de modas transitorias como la postmodernidad, las expectativas racionales y otros cacharros intelectuales, un refugio para inteligencias que ya no se atreven a imaginar el futuro. A comienzos de siglo, al dilema Ƒreforma o revolución? se contestó a favor de la revolución. Ha llegado, hace tiempo, por cierto, el momento de liberarse de ese fantasma que, además, en América Latina, muy a menudo va junto con formas de populismo que de la revolución hacen un rito discursivo, un vulgar palabrerío donde la retórica disfraza la ausencia de proyectos y las grandes palabras se convierten en chantaje contra la reflexión.