Olga Harmony
La mujer que cayó del cielo

El teatro testimonial, que cobró gran auge en los años sesenta y fue introducido en nuestra dramaturgia por Vicente Leñero, en pluma (es un decir, porque me imagino que recurre a la computadora) de Víctor Hugo Rascón Banda se ha ido transfigurando en propuestas específicas que simulan testimonio sin recurrir a las palabras textuales de los personajes reales en que se inspira. Si todavía en El criminal de Tacuba citaba con mucha fidelidad los documentos del caso de Goyo Cárdenas y los ponía en boca del doctor Alfonso Quiroz Cuarón, en otros, como La mujer que cayó del cielo, relabora los sucesos con muchas otras técnicas que van desde lo que pueden ser o no las auténticas palabras de Miguel Angel Giner y las entremezcla -en lo que mucho le debe al expresionismo- con escenas realistas y aun con los recuerdos mimados que Rita tiene de sus momentos de amor, matrimonio y parto. El resultado es ese peculiar realismo, pleno de las ambigüedades de toda realidad que se destacan en su obra.

Otra de sus constantes es la preocupación ética, que en La mujer que cayó del cielo no resulta tan explícita como en otros textos suyos, pero que se manifiesta en el muy amargo final, en donde cabe la duda de sí los salvadores de Rita obraron bien con sus acciones, lo que resulta un terrible cuestionamiento a las buenas intenciones que se tienen hacia los enfermos mentales y los resultados que pueden tener ciertas obras que desconocen una realidad. La misma Rita, como muchos otros del autor, es un personaje de gran ambigüedad que puede o no haber estado insana -y una prueba sería su narración de haber ``matado al coyote''- desde antes de aparecer en Kansas.

De las varias lecturas de la obra, la más evidente es el rechazo al otro, al diferente y la cultura imperial del estadunidense medio que piensa que quien no entiende su idioma no puede estar sano mentalmente. El texto está escrito en tres idiomas, el español, el inglés y el rarámuri, con citas de Carlos Montemayor y Luis Rodríguez Leal acerca de la cosmogonía rarámuri. El inglés sólo se utiliza cuando médicos y enfermeros enfrentan a Rita, con su precario español, lo que da lugar a escenas en que la pobre extraviada intenta repetir lo que el médico le dice y termina expresando que ella es Dios, lo que confirma el diagnóstico clínico. Las escenas de Giner con los médicos y aun de éstos entre sí, se realizan en nuestro idioma, lo que facilita la mejor comprensión del público en estos momentos cruciales para el desarrollo del drama.

Arturo Nava diseña un frío espacio -en el muy difícil escenario del convento del Carmen- que contrasta con un fondo que, cuando se ilumina, muestra la Sierra Tarahumara y que sirve para la recreación que hace Rita de sus momentos felices. Bruno Bert aprovecha bien este espacio que se va convirtiendo en calle, estación de policía, cubículo de los psiquiatras, celda de Rita y lugares neutros del hospital. Tiene muy buenas soluciones como es la de despojar a la indígena de sus ropas típicas y dejarla en bata de enferma sin desnudar a la actriz. En cambio, el tono farsesco que les da a los dos psiquiatras cuando Giner les habla de la demanda entablada, echa por tierra esta escena que es y debe ser realista. Quizá el director pensó que el texto está muy cargado de parlamentos y explicaciones verbales del narrador Miguel Angel Giner y trató de ``aligerarlo'' con un paso cómico. Habría que recordar la teoría que Arthur Miller sostiene acerca de su propio teatro en que el lenguaje predomina sobre la acción escénica. Palabras más, palabras menos, el dramaturgo sostiene que la palabra es más refinada que el efecto visual porque es el elemento de comunicación que el hombre adquirió cuando fue plenamente racional. Sea o no afortunada la teoría de Miller, lo cierto es que la precisión dramatúrgica de Rascón Banda no requiere de estas muletas.

El drama recae casi por entero en Luis Huertas como Rita y la excelencia de esta actriz se muestra en todo momento, en sus matices y transiciones. No me refiero a la depauperación paulatina de sus facultades, pues sería cosa de mero oficio mostrar esa sintomatología. Me refiero a esas miradas de comprensión y a esa sonrisa esperanzada que muestra cuando se apropia de lo que le dicen, en contraste con su infinita tristeza, exasperada por momentos. El buen actor que es Roberto Soto la apoya en todo momento y Silvestre Ugalde y Luis Rodríguez estereotipan en demasía los tres papeles que encarnan.