Los primeros escarceos de campaña entre los candidatos priístas arrojan un saldo curioso: con la excepción de Labastida que sigue inédito ninguno de ellos quiere hacerse cargo de la herencia dejada por los últimos gobiernos de su partido. Hasta compiten por la paternidad del asunto. Bartlett, que fue el primero en lanzarse al ruedo, pide que se le reconozca por haberle puesto el cascabel al gato antes que nadie, pero la sorpresa la dio, sin embargo, Roberto Madrazo quien sigue arriba en las encuestas y, según las reseñas periodísticas, también recibe los aplausos de sus correligionarios en todos los actos en que ya han aparecido juntos los cuatro precandidatos.
Las alusiones críticas de Madrazo a la política económica del gobierno restallaron en los oídos del priísmo como un enfrentamiento del tabasqueño con el Presidente, justo en el terreno que este último considera el coto cerrado de sus grandes éxitos. Madrazo no tuvo empacho en reiterar algunos lugares comunes sobre las insuficiencias de la llamada ``macroeconomía'' a fin de ubicarse en el terreno que el priísmo está deseando escuchar desde hace ya muchos años: la vuelta al discurso perdido en lo meandros de la crisis permanente y la modernización.
Se trata, por supuesto, de un intento demoledor puramente simbólico de los mitos reformadores más que de una crítica consistente (mucho menos de una autocrítica) capaz de ofrecer alternativas al modelo susceptibles de someterse rigurosamente a la prueba de los hechos.
Pero nadie se puede quejar por ello. En cierta forma el priísmo está librando una batalla por sus señas de identidad, severamente dañadas si no es que destruidas durante los años recientes. Ningún otro partido mexicano sufre una crisis ideológica tan profunda como el PRI, no obstante el pragmatismo proverbial y las actitudes camaleónicas de sus cuadros dirigentes para adaptarse a los vientos dominantes. Por eso ninguno está tan al borde del abismo de la división y el conflicto. La fórmula al uso, según la cual basta hundir al gobierno para salvar al Estado, difícilmente resultará positiva bajo las condiciones vigentes.
Aunque hoy está bien visto (en el PRI) recuperar ciertos aires de ortodoxia y hay nostalgia por el presidencialismo histórico, la verdad es que ninguno de los cuatro aspirantes priístas es ajeno al experimento reformador. Unos y otros crecieron en la matriz de los gobiernos modernizadores, ocupando cargos de responsabilidad en la administración pública. Bartlett fue el secretario de Gobernación del gobierno de Miguel de la Madrid, justo cuando se inician los cambios de fondo al modelo heredado por la revolución mexicana, mientras Labastida ocupaba la cartera de Energía en esos mismos años. Madrazo se mantuvo en el primer plano de la política dominada por el presidencialismo mientras se producían las políticas que hoy se ponen en tela de juicio, siempre aplaudiendo.
Pero no es la inconsecuencia en este punto lo que debiera interesar sino la falta de profundidad y coherencia en la crítica, su abrumadora superficialidad que linda con la demagogia. El PRI tiene que saldar cuentas con el pasado, como las demás fuerzas políticas, pero es imposible hacerlo si no es capaz de examinar de frente qué ocurrió en los sexenios más recientes. Es increíble que el priísmo, metido en el cambio más importante de su historia, no sepa encarar con una postura propia las reformas salinistas ni pueda decir sin vergüenza qué es lo que quiere para México. Hay en este asunto una grave omisión que no se corrige ofreciendo sombrías resonancias del pasado.