Eliseo Alberto
Dios lo quiera

Como no sabes lo que pasa
la noche te parece más oscura.
Eugenio Florit

``¿Sabes lo que pasa, Eliseo?'', me dijo Eugenio Florit hace unos diez meses, a la sombra liviana de su biblioteca, ``desde joven, yo siempre he sido más viejo que nadie''. Algo comenté a propósito de las edades, citando a Heráclito, pero no me escuchó: ``Soy tan sordo como ese escaparate''. Tocaba el piano a cada rato. Las sandalias apenas debían rozar los pedales. Medía menos de cinco pies, digo: tal vez los años lo encogieron. Siempre repasaba las mismas canciones de su tío, el grande Eduardo Sánchez de Fuente: En Cuba, isla hermosa del ardiente sol, bajo tu cielo azul... Sigue tocando, Eugenio: tú sigue. Tenía 96 años, le gustaba la ópera, la zarzuela, leía una y otra vez poemas de Quevedo, y se negaba a visitar La Habana. No había vuelto desde la década del cincuenta. ``¿Para qué?'', dijo aquella tarde y contuvo entre las piernas el temblor de su mano, ansiosa por pegarle a la puerta: ``Allí no queda nadie que me recuerde. Mejor así: que me crean frito en algún sartén del camposanto''.

La ciudad que él adoraba se había borrado de la noche a la mañana, a bolina entre las ráfagas de una revolución que él nunca entendió ni perdonó. Era terco, es decir, era poeta. Entre consignas y pelotones de milicianos, desaparecieron sus librerías de la calle Obispo, la Manzana de Gómez, los cafés al aire libre, los helados de mantecado en cada esquina, la ferretería de Feito y Cabezón, Reina y Libertad, donde a él le gustaba comprar tornillos. ``Me encantan los tornillos'', me dijo en broma: ``Son perfectos''. Los amigos de la Revista de Avance también se escondieron en la noche de sus tumbas, sin despedirse siquiera. Y los del Instituto de La Habana, y los de Orígenes, y qué sé yo: todos se fueron. En Cuba no existía Eugenio Florit. Unos pocos poetas jóvenes, de esos elegidos que jamás se pierden una fiesta, se sabían de memoria su Martirio de San Sebastián: ``Este largo morir despedazado/ cómo me ausenta el dolor. Ya apenas/ el pico de estos buitres me lo siento (...)/ Sé que llega mi última paloma.../ ¡Ay! Ya está bien, Señor, que te la llevo/ hundida en un rincón de las entrañas''.

Eugenio, sin embargo, no dejó de vivir en la isla ni uno solo de sus 29 mil días respirados, desde la mañana de 1918 en que, a los 15 años, llegó a puerto ¿de Matanzas? (venía de Barcelona) hasta ayer, cuando por fin se quedó rendido frente al piano. ``Pero es que ni tú, ni yo, ni aquél,/ ni nadie, ni cualquiera/ sabemos lo que pasa o lo que queda''. Ya no podrán levantarlo los gallos mañaneros ni los pájaros en el jardín de enfrente ni los cláxon veloces ni la tos de siempre ni los olvidos ni los perros ni las moscas ni su sombra ni ¿Ricardo?, su querido hermano, ¿se llama Ricardo?, que sólo tiene 85 años y aún maneja un Ford verde-limón por los freeways: ese es ¿Ricardo? ``Qué serena ilusión tienes, estatua, de eternidad bajo la clara noche''.

Dormía poco, Eugenio, no fuera a ser que lo asaltaran de madrugada los fantasmas de sus amantes y vieran, a la luz de la luna, su desnudez de anciano. Por desayuno, el alpiste de un pan. Bien temprano, en la mañana, buscaba refugio en su biblioteca. ¡Ah!, escondite de niño, cueva, Cuba, nido, estudio, abrigo: altar de la patria en el panteón del exilio, qué carajo. Entonces se sentaba en el sillón de mimbre a contemplar sus precarias posesiones, y a medida que corría la mañana se iban desperezando los recuerdos, como si en la sala de un cine no se proyectara un cono de luz sino un rayo de sombra. Cataluña, sur de Francia, Nueva York, la calle Soledad, Santa María del Rosario, su casita en Miami. Allí lo vi por única vez. Cuando lo saludé, su esqueleto de tomeguín se me perdió entre los brazos. El aire acondicionado soplaba fuerte al pie de la ventana y movía el cortinaje. Las cosas parecían vivir, vivían: su camisa, de cuadros azules y amarillos, olía a almidón de arroz; su piel, a cáscara; los muebles a metal de espada. En algún rincón, me dije, tal vez detrás de ese viejo plato con claveles pintados a mano, debe haber una cajita de música. Quizás. Nada me extraña. La estancia, en verdad, sobrecogía. Uno acababa por sentirse limpio junto a las sandalias de Eugenio. Me acordé de una foto de Gastón Baquero, en su pensión de Madrid, publicada días después de su muerte. El poeta de Palabras escritas en la arena por un inocente también había construido a retazos una patria de bolsillo.

Viejo, más bien jodido, Gastón aparece tumbado frente a una loma de libros, como un papalote sin hilo. Al ver la imagen uno teme que las laderas se desmoronen y todo se venga abajo en una avalancha de papeles. Corona la pirámide un daguerrotipo del general Maceo, perfil izquierdo: la barba señala el atajo que se debe tomar en caso de una improbable retirada. Chispas de plata saltan en las pupilas de los dos mulatos. ¡Pobres poetas del exilio, solos, olvidados, malgeniosos, secos como bacalao, recalentando en el fogón un poco de arroz y machuquillo de plátano!

La biblioteca de Florit también estaba tapizada de incunables, desde las hormigas del piso hasta las arañas del techo; en los estantes, fotos de familia, una bandera, pues sí cubana, un candelabro y dos o tres pisapapeles para ganarle al viento la batalla. Afuera, el verano. Los gritos de la luz. El sol, ese viajero, otro emigrante. Presidían la habitación un grabado de la toma de La Habana por los ingleses, una Flora de René Portocarrero y el retrato de José Martí en Tampa, Cayo Hueso. Casa cuadro era una ventana. Romañach, Amelia Peláez, Víctor Manuel, Mariano, Milián: benditos iluminadores de nuestra nación cansada. Murmullos. Y el oleaje. La playa. Eugenio no debía dejar huellas en la arena: más que él, pienso, pesaba una paloma. ¡Ah!, las palomas.

Nadie entendía mejor que Florit a las palomas. Nadie: ni María, la de Belén, la preferida del Espíritu Santo. El poeta, a solas, acariciaba los adornos como si cada uno vibrara. Y vibraban. Claro que vibraban. Vibraba el florero sin rosas, la alegre castañuela y la nieve al caer sobre un Chicago pequeñito, en una bola de cristal apretujado. En Cuba, isla hermosa... Sigue tocando, Eugenio: tú sigue tocando. No hagas caso de la gente. Se pisan la lengua. Breteros que son. Hablan y hablan. La biblioteca era una isla, rodeada de silencios por los cuatro puntos cardinales. Su hermano, un hombre demasiado noble para ser feliz en este mundo, le traía café. Luego lo mimaba. Lo consentía. Juntos declamaban sonetos de juventud: ``Habréis de conocer que estuve vivo/ por una sombra que tendrá mi frente''.

Sólo a su hermano del alma podía oír el sordo Eugenio, aun de espalda y con los ojos cerrados. Mi mujer y yo tuvimos el privilegio de visitarlo en su casa de Miami, gracias al poeta Orlando González Esteva, amigo, que nos llevó del brazo. Esa tarde no llovía pero no sé por qué recuerdo que no escampaba. Antes, a la mañana, habíamos recorrido un cementerio local donde reposan miles y miles de compatriotas. ``Pase lo que pase, gane quien gane'', le dije a Orlando ante una tumba donde alguien había sembrado dos arecas, ``cuando muchos regresen a la isla, quedará aquí, bajo la tierra, hecho polvo, este humilde barrio de cubanos''. Ya a salvo de la tristeza, en la biblioteca de Eugenio, hablamos del malecón, de literatura y de mi padre: ``Se adelantó Eliseo, siempre tan amable''.

Entre sorbos de café nos contó de Lezama, de Julián Orbón, de los gloriosos mantecados de Muralla, de los pájaros de enfrente y de su hermano -que andaba por ahí, dándole las quejas a Orlando: ``Este loco dice que debemos comprar a tiempo las entradas para el teatro, porque la temporada de ópera, en el 2000, va a hacer historia, pero, ¡imagínate!, yo le digo que no sé, Orlando, porque no sé, Eugenio, si en el XXI yo siga, o me dejen seguir, manejando''.

Eugenio le leyó los labios. ``Y en esta ciudad no hay taxi?'', dijo medio bravo. En un descuido, piropeó a mi mujer: ``Bonitos ojos, muchacha, pero mejor la mirada''. No se sentó al piano. Cantó a capela: En Cuba... Sigue tocando, poeta: tú sigue. No hagas caso. Recuerda que eres sordo, más sordo que el cabrón escaparate donde todavía cuelgan tu camisa, tu pantalón a rayas y esa guayabera guanábana que te gusta presumir en los veranos. No oigas, por favor, la noticia de tu muerte. Como no sabemos por dónde rayos andas, esta noche nos parecerá, aquí abajo, más oscura. Un relámpago ilumina una paloma. Vuela cielo arriba. Sus alas reman. Reman. ¡Rema, paloma, rema! Dios quiera que exista Dios.