La educación universitaria y pública es, en México, una educación gratuita, porque así lo exigen los sentimientos de la nación; y la concepción de la universidad gratuita y pública se ha venido forjando a través de la historia, desde los intentos que trató de llevar adelante la generación ilustrada de 1833, cuyas connotaciones explicitan importantes aspectos de la idea educativa forjada en el transcurso de nuestras grandes luchas. Para la generación ilustrada las cosas fueron muy claras. La tradicional y colonialista Real y Pontificia Universidad de México era un centro de enseñanza dogmática por cuanto que su verdad ante todo y sobre todo significaba la verdad revelada; lo más que la razón podía hacer ante la suprema certeza apodíctica y teológica, preeminente en aquella Universidad, era el acomodarla en las categorías reveladas. El proyecto de subsumir a la razón y la experiencia dentro de las formas del paradigma metafísico, exploración magistralmente ensayada por Tomás de Aquino en su célebre Suma teológica (1266-73), fue totalmente rechazado por el grupo de José María Luis Mora y Valentín Gómez Farías, al demandar el establecimiento de una educación comprometida con la marcha de la libre investigación científica. Ahora sabemos que esta primera batalla en favor de la libertad de cátedra y de investigación no floreció, porque la acometieron con todas sus energías las élites dominantes de la época; en todo momento estos círculos fueron conscientes de que sus intereses materiales y de posición social estaban directa e indirectamente enraizados con la predicación absolutista del saber teológico; éste, en verdad, operaba como una ideología legitimadora de los recios fueros que protegían a las clases decentes y pudientes de aquellos años.
Luego del positivismo de Gabino Barreda y de la convocación a la filosofía que cristalizó en la Escuela de Altos Estudios (1910), el proyecto de libre y gratuita educación superior alcanzó una magnífica calidad en la rectoría de José Vasconcelos; la Universidad fue imaginada como la Cátedra del Espíritu. Por mi Raza Hablará el Espíritu fue la bandera izada por un Vasconcelos que de este modo reafirmó las dos ideas centrales de la generación ilustrada: libertad y gratuidad de la educación superior, puesto que el espíritu es por esencia libre, y su palabra es palabra para todos y no sólo para quienes pueden pagar por escucharla.
Aparte de la justificación histórica, la gratuidad y la libertad en la universidad pública fue confirmada de manera contundente durante las luchas estudiantiles de 1929, y posteriormente al sancionar el legislador la actual fracción IV del artículo 3¼ constitucional. De este modo quedó bien definido que el aula universitaria es opuesta del mismo modo al añoso dogmatismo teológico que al mañoso dogmatismo gubernamental, así como que el mexicano tiene garantizado el derecho a una educación gratuita en cualquier grado escolar, primario, medio y universitario, si la oferta educativa es pública.
El Consejo General de Huelga (CGH) se vio asistido por las mayorías de la población al protestar y oponerse a las cuotas que sancionara el Consejo de la UNAM; en este aspecto la huelga que en su oportunidad estalló apercibíase apuntalada en los valores morales de la sociedad. En verdad huelga es acto de fuerza, aunque deja de ser de pura fuerza si se inspira en la moral; el movimiento estudiantil triunfó en el asunto de las cuotas por substanciarse en un deber ser anhelado por los mexicanos. Y ahora viene la pregunta fundamental. Reconocida la gratuidad de la educación en la UNAM --las llamadas cuotas fueron convertidas en aportaciones voluntarias-- y reconocida también por el Consejo la necesidad de hacer una revisión cuidadosa de los actuales problemas de la UNAM, a fin de solucionarlos oyendo a todos los miembros de la comunidad, ¿la prolongación de la huelga por el CGH estudiantil no pierde sus basamentos éticos y se transforma sin éstos en mero acto de fuerza? Existe una relación íntima entre deber ser moral y deber hacer ético en los movimientos sociales, que de esta manera se fortalecen al representar instancias del bien social, mas si esa relación trascendental se rompe, el deber hacer vuélvese mero poder hacer, o sea acto opresivo, dogmático y totalitario por ser acto de fuerza sin aliento espiritual.
¿Acaso el CGH no está obligado a reflexionar sobre su actual comportamiento huelguístico, con el propósito de no hacer deleznable lo que al principio fue noble? Ellos tienen la decisión; y sin duda el pueblo los juzgará.