Tras nueve semanas de huelga estudiantil, el conflicto en la UNAM ha llegado a un punto en el cual las autoridades universitarias, con todo el respaldo de los principales medios de comunicación, de sectores empresariales, del gobierno federal, e incluso de intelectuales antes progresistas, no han podido aplastar, como ha sido desde el principio su propósito, al justo movimiento de huelga de los estudiantes, que se inició como muchos otros paros, en respuesta a una acción autoritaria.
Pero debe afirmarse: el movimiento estudiantil encabezado por el CGH tampoco ha conseguido desarrrollar su propia fuerza (mantener a miles de estudiantes movilizados en apoyo a sus propias y justas demandas, aumentar el número de fuerzas de apoyo y solidaridad) ni la táctica adecuada para manejarse frente a las autoridades, el gobierno y otras fuerzas políticas. Por el contrario, en materia de táctica hay cierto infantilismo (no hablo aquí de la ultra, eso es otra cosa) y por su programa y su ideología no tiene la riqueza de otros movimientos estudiantiles, por tanto, ni la fuerza de penetración en otros sectores de la sociedad.
De tal manera, el conflicto ha llegado a un punto muerto, de equilibrio o empantanamiento. Ni las autoridades, pese a la formidable presión que han conseguido establecer en contra de los huelguistas, a las amenazas de represión, a la violencia selectiva y actos de provocación, pueden aplastar al movimiento y humillar a los estudiantes para que no vuelvan a levantar la cabeza. Pero el movimiento no puede conseguir la satisfacción completa de sus demandas ni prolongar demasiado la huelga sin que se inicie, como ya hay, manifestaciones, una cierta descomposición que se expresa en actos desesperados o de provocación ųcomo los bloqueos en el Periférico y el extremismo verbal, que no radicalismo político (pues eso es un poquito otra cosa)ų de los llamados ultras, que no son sino una parte minoritaria aunque ruidosa del movimiento.
Es hora, sin duda, de que el rector Barnés y sus asesores admitan que es imposible imponer al movimiento de huelga una derrota humillante y que termine el paro sin más, como hipócritamente fueron a clamar en la Plaza de Santo Domingo ante algunos miles de empleados de confianza y profesores. Eso sólo cabe en la cabeza de un rector incompetente para reconocer que irresponsablemente provocó la huelga y ha ido de error tras error. Nueve semanas después de iniciada una huelga justa y sin reconocer en la práctica al CGH, es estúpido pedir a los huelguistas que terminen la paralización de labores sin concederles nada, o casi nada, y sin entender en lo absoluto que en el curso del conflicto ha quedado más que evidente la necesidad de reformas profundas de la universidad.
La otra alternativa para las autoridades es la represión militar, pues es un asunto federal, y por más que lo intenten, difícilmente van a comprometer al gobierno de Cárdenas en una acción reprobable y criminal. Pero eso tampoco solucionaría el problema, y sí provocaría un gravísimo error político de imprevisibles consecuencias.
Si el rector en verdad quiere llegar a la terminación de la huelga, el único camino que tiene es el del diálogo y la negociación, el abandono del doble discurso, la renuncia a aplastar el paro, la humildad para reconocer los errores y la disposición para llegar a un compromiso con el CGH.
Los huelguistas no tienen menor responsabilidad. El CGH, que ha podido conducir un paro prolongado, tiene la obligación de concluirlo con el mayor éxito posible. No con la derrota o la desbandada. Eso obliga a sus sectores más lúcidos e inteligentes, además de responsables, a medir exactamente sus fuerzas, aceptar que hay un empatanamiento, a abandonar la rigidez y la ilusoria pretensión de alcanzar el ciento por ciento de su pliego. El CGH está obligado, frente a la gran masa de estudiantes que le dieron su respaldo para iniciar la huelga, a buscar seriamente los caminos para el diálogo verdadero y una solución negociada con las autoridades. Para ello, evidentemente necesita afinar su táctica y poner freno al infantilismo izquierdizante, que es el padre o la madre de muchas de las derrotas que registra la historia de las luchas sociales y políticas.