El chamaco bailaba la matanga con el carcaj y el arco tirados a un lado, y el tambor atacado de furia.
-Vaya, hijo, vaya -le decía papá Calixto, interrumpiendo.
-Pero no, papá, pero no -decía Jacinto Nicanor.
Habían llamado a un torneo de salto en la cabecera mayor. Todos los que midieran o pesaran tanto más cuanto y tuvieran buenos tobillos se podían presentar. El premio sería grande.
Jacinto Nicanor no lo tenía ni pensado, pero como estaba sobrado de tiempo, lo natural era que fuera. Pues ahí tienen que no. Apagó el radio negro, recogió sus armas y se retiró.
Mamá Sixtina le echaba estoraquia y polvo de oro a su sahumador en hora de la oración.
-Que vaya -le rezaba al santo-, que vaya mi Nicanor.
El brasero soltó chispas de esas de tronar los dedos en las llamas. Al cobijo de una noche de intenso calor. Llegaron a los oídos siempre filosos de mamá Sixtina (que tiene gestos de ofidio), los pasos turbulentos y matangueros de su hijo varón.
-Jacinto -llamó en lo oscuro-, Jacinto Nicanor, hijo, ven.
Los jabalíes envarados giraban sobre hogueras en el campo de Pallá, y olían a puerco rostizado con un dejo de hierbas. No era un domingo cualquiera. Habría torneo. Los músicos bajo los follajes altos interpretaban sones con dedicación. Las mujeres bailaban en círculo y hacían el nudo con el obsceno desenfado que enseñan las tradiciones.
Familias enteras, fraternidades de carreteros, comparsas parroquiales, eran el tipo de público que atrae a los payasos y saltimbanquis que van por el mundo buscando una oportunidad, una feria donde pasar el sombrero. Por el plano de Pallá se regaban vendedores de lana, predicadores, untadores de brea y curanderos.
Mamá Sixtina arreó con su brasero y su animalito desde temprano y fue a Pallá. La atenazaba una desilusión. Jacinto Nicanor no asistiría. Su único hombre entre tantas hijas, que tenía madera de paladín de salto, se siguió en la noche a bailar matanga, agarró sendero y no regresó.
Vino pues mamá Sixtina a ver saltar los hijos de otra. Las lágrimas decía que eran por los copales en su tizón.
Los vio saltar a todos. El pobre el hijo de mamá Constanza tropezó y fue a rodar al pedruzco de cabeza. Antes digan que no se mató.
Mamá Sixtina los vio con el mismo cuidado que si fueran su hijo. A todos los muchachos que saltaban les echó su tronido de negra estoraquia y polvo de oro. Con eso se consoló. No le importó que ganara Antón, justamente el nieto de doña Dolia, la enrredosa y envidiosa señora de Salustio Silverio, un propietario de lo peor.
Papá Calixto llegó por ella cuando alzaban ya los puestos, y los macheteros indagaban dónde les pusieron los arriates o recuperaban la acémila que quedó en el pastizal.
-Vamos a la casa, Sixtina, ya déjate de candela -le decía cariñoso.
Pegando un buen suspiro, mamá Sixtina se alzó y caminó al lado de su señor.
-¿Y la matanga? -preguntó, cansada pero reconfortada.
-Sigue -le dijo el viejo-, suena de día y de noche a lo lejos en el bramadero. Se nos fue, viejita, se nos fue. Eso ya ni Dios.
Jacinto Nicanor, matanga descarriado, se olvidó en lo de abajo y se fue al otro lado de mucho cerro. Llevaba su radio negro. Prefirió saltar barranco y bailar matanga donde no hubiera ritual. Donde hubiera recodos, aguas jalándose al fondo de las cascadas, antorchas y mareas tendidas. Donde reinara la matanga y no el torneo.