La Jornada lunes 28 de junio de 1999

2 DE OCTUBRE: IMPORTANTES REVELACIONES

SOL El libro de Julio Scherer y Carlos Monsiváis, Parte de Guerra, de próxima aparición, y parte de cuyo contenido se reseña hoy en estas páginas, hace obligatoria una profunda revisión histórica, jurídica y política del papel desempeñado por el poder presidencial y las cúpulas militares ligadas a él en la represión del movimiento estudiantil de 1968. El libro reproduce documentos hasta ahora inéditos del fallecido Marcelino García Barragán, secretario de Defensa en tiempos de Gustavo Díaz Ordaz, según los cuales ese funcionario, su Estado Mayor y el Estado Mayor Presidencial (EMP), ocuparon varios departamentos del edificio Chihuahua, en Tlatelolco, en los que apostaron a los efectivos del batallón Olimpia que abrieron fuego contra los manifestantes ųy contra los soldados que se encontraban en la plazaų, la tarde del 2 de octubre de aquel año.

De manera póstuma, García Barragán revela también que la idea original de emplazar al Ejército en la Plaza de las Tres Culturas fue de Luis Echeverría Alvarez, secretario de Gobernación en aquel entonces, y que existía, entre los máximos mandos castrenses, la determinación de capturar, así fuera con violencia, a los líderes del movimiento estudiantil. En los papeles del militar fallecido se menciona, con toda la crudeza, la existencia de "terroristas que eran oficiales del Estado Mayor Presidencial" que ametrallaron en varias ocasiones la fachada de la Vocacional 7, y que fueron los primeros en disparar el día referido. De la lectura de tales documentos se infiere, sin equívoco posible, que la responsabilidad directa de aquella matanza trágica y todavía indignante recae en cuatro personas: Gustavo Díaz Ordaz, el propio García Barragán, y los generales Luis Gutiérrez Oropeza y Mario Ballesteros Prieto, quienes fungían, respectivamente, como titulares del EMP y del Estado Mayor de la Sedena.

El libro aporta, además, información relevante sobre la participación de diversos individuos en la acción represiva del 2 de octubre, como Fernando Gutiérrez Barrios, y revela la autoría oculta del EMP en algunos atentados terroristas perpetrados durante septiembre del año siguiente.

Pero lo más trascendente de esta confesión, redactada obviamente con la idea de que fuera difundida post mortem, es la evidencia de la escandalosa ilegalidad con la que operaban las máximas autoridades políticas y militares, su absoluta certeza de impunidad y su convicción, tan sincera como delirante, de que el movimiento estudiantil era producto de una conjura comunista y hasta soviética.

Con su incapacidad para entender las razones, los propósitos y el fondo de aquella protesta, el gobierno enfrentó un problema político y social con una lógica de guerra, atropelló la Constitución que decía defender y acabó siendo "en sí mismo, la más vasta conjura", como lo señala Monsiváis en el volumen referido.

Los datos que ahora surgen a la luz pública, aún de manera fragmentaria y después de más de treinta años de espera y de múltiples esfuerzos por conocer la verdad histórica, revisten plena actualidad, no sólo porque la atrocidad no prescribe ni se olvida, sino también porque los gobernantes que sucedieron a Díaz Ordaz desde 1970 hasta la fecha se han empecinado en encubrir a los responsables de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco; se han negado a entregar a la sociedad la documentación necesaria para el esclarecimiento; no han formulado jamás un inequívoco deslinde de aquel régimen, y han refrendado, con este proceder, su carácter de herederos políticos y morales del diazordacismo.

La erosión y la crisis de credibilidad de las instituciones, fenómenos que en la presente década han llegado a grados escandalosos y desestabilizadores, se iniciaron con la represión homicida de 1968; seguirán profundizándose si las actuales autoridades no dan muestra de una clara voluntad política para dilucidar a fondo la matanza cometida por sus ancestros políticos y partidarios en la Plaza de las Tres Culturas, y si no emprenden investigaciones a fondo y con todas sus consecuencias para hacer justicia ante actos de crimen y violencia perpetrados en años recientes, desde o con la complicidad de instancias del poder público, como las masacres de Aguas Blancas y Acteal, las cuales, por supuesto, tampoco se olvidan.