José Blanco
No

No es fácil definir la zarpa de la gente que finalmente se quedó con el CGH y, ya por más de dos meses, con la UNAM. Hablo en sentido figurado, pero también en sentido recto: una zarpa en la mentalidad, en la actitud, en los modos de simbolizar, en la idiosincrasia; y en los actos. La zarpa como el emblema por antonomasia.

Diversos movimientos del pasado cercano la han comportado, pero no había sido prominente. Ahora lo es. Algunas voces brillantes se han aproximado ya al problema y nos han acercado a varios de los rasgos de asocialidad militante de quienes tomaron la Universidad. Quedan aún, sin embargo, interrogantes múltiples.

Hemos de admitir, sin remedio, que los jefes banda del CGH y la estridente anomia de la que hacen gala son, sin más, producto de nuestros modos actuales de socialización. Por supuesto, no son ellos ciegas resultantes en el puro sentido determinista del término: hay ahí, en ellos, un procesamiento propio, y una devolución a la sociedad, aunque se trate de pura negatividad. NO es la divisa más genuina. Por eso se hallan en posición ortogonal respecto a cualquier forma de diálogo: el intercambio es imposible porque sólo saben decir no (o nos han hecho creer que sólo eso saben). No, porque para muchos de ellos todo ha sido vivido como engaño; no, absolutamente no, porque así es imposible ser engañado nuevamente.

Negar, por supuesto, tiene un valor, aunque nada haya que oponer. Basta reparar en nuestros modos actuales de socialización para admitir que esa negación, aún no pasando por la razón, es enteramente razonable. Las graves insuficiencias de la modernidad del subdesarrollo generan modos distintos de amplia marginación violenta; hoy día no sólo la miseria es marginación: nuevos modos de olvidar a muchos emergen no como decisiones sino como secuelas de una modernidad a medias de personas aún precariamente individualizadas.

No es extraño que tal modernidad reciba en devolución la negación violenta, la anomia destemplada: no, a los agentes socializadores; no, por tanto, a la universidad. No, a la estructura social y a los patrones culturales que quieren ser socializados, transmitidos a las nuevas generaciones y mantenidos ad infinitum; no, a los modos de socialización marginalizante.

La modernidad, o incluye, o no es modernidad. Desde esta perspectiva el problema es la sociedad que hacemos; no el CGH. Si las diversas concep- ciones del mundo no hablan, se entienden y acuerdan, los modos de socialización continuarán los mismos, indefectiblemente.

Son decisivas las distinciones ontológicas y, por así llamarlo, el momento sociológico del problema. Son parte esencial del entendimiento. Pero no podemos demorarnos ahí so pena de volvernos meros copartícipes de esa negación, que no tiene razón al meter en un solo costal despreciable todo lo que se le ocurra. La pura negación aniquila, no construye nada. Ninguna sociedad mejora negándola. Toda sociedad avanza por la vía de la creación de instituciones, la conservación de las que la propia sociedad evalúa como útiles, valiosas y hasta generosas; y por la reforma de las que ya no lo son, o no lo son con suficiencia. Salvo las excepciones de ruptura histórica conocidas, ésa ha sido la regla y ésa será la vía al futuro de las sociedades de hoy. En otros términos, el momento político, que para serlo cabalmente ha de llevar en mano la norma institucionalizada, es imprescindible, si hemos de evadir la vía suicida de la pura negación.

Si sería demente no conceder la razón social a los marginales de cualquier índole, sería autoinmolación estúpida de la propia sociedad, conceder la razón política cuando, como en este caso, para empezar, no asiste al CGH la razón de la legalidad --es decir, la primera de las instituciones imprescindibles de la propia sociedad--; tampoco alguna razón académica nunca argumentada, menos aún la razón de la justicia: no por la vía destructiva. El medio para incorporar a los marginales es la ampliación y la reforma de las instituciones; no, como en el caso de la Universidad, la negación de una institución que ha sido, y puede serlo aún más, una arbitrio eficaz en el cultivo de la inteligencia y de la humanización.

Entender y comprender no es contemporizar.